¿Por qué mataron a los niños? (Semana)

      
Cuatro años después de la masacre de San José de Apartadó, donde tres niños fueron degollados y descuartizados, SEMANA reconstruye esos días de horror y el encubrimiento que siguió.

La masacre de San José de Apartadó estremeció al país, especialmente por los niños que fueron asesinados. Cuando ocurrió, el gobierno cerró filas en defensa de los militares y hubo muchos intentos de desviar a la justicia. Actitud que contrasta con la que el año pasado tomó el gobierno con los falsos positivos, cuando destituyó a los responsables. Foto: Archivo Semana

En febrero de 2005 Armando Gordillo conoció el paraíso y el corazón de las tinieblas en menos de una semana. El capitán del Ejército estaba en las exuberantes playas de Capurganá, en el mar Caribe, cuidando a las estrellas de televisión que grababan el reality Desafío 2005, cuando recibió una llamada en la que se le ordenaba que saliera para Nueva Antioquia, un paraje cerca de Apartadó, porque se daría inicio a la operación ‘Fénix’, programada por la Brigada XVII de Urabá.

Era el comienzo de uno de los episodios más sangrientos de la guerra en Colombia: la masacre de Mulatos y La Resbalosa. Cuando Gordillo recibió la llamada, hacía apenas una semana que la Brigada había recibido el golpe más duro de los últimos años, y el peor en la era del presidente Álvaro Uribe. En la vereda El Porroso, de Mutatá, un oficial y 18 soldados habían muerto en un cerco tendido por las Farc. La Brigada no había podido explicar lo ocurrido. Se dijo que hubo problemas de comunicación, que se trató de una emboscada; en todo caso, el general Héctor Fandiño y todos los altos oficiales de la Brigada estaban adoloridos y humillados por este golpe, que incluso le valió una sanción al General.

Por eso a Gordillo no le extrañó que lo llamaran para hacer parte de una acción envolvente de varios batallones sobre el cañón del río Mulatos, donde se sabía tenían su guarida los guerrilleros de los frentes 5 y 58 de las Farc, especialmente ‘Samir’, un temido insurgente que acampaba con frecuencia en la zona. Cuando llegó a Nueva Antioquia el 17 de febrero, tampoco le extrañó encontrar reunidos a los miembros de su batallón, oficiales y soldados, con un grupo paramilitar. No era la primera vez que esto ocurría. Todos sabían que el Bloque Héroes de Tolová, que pertenecía a ‘Don Berna’, tenía su centro de operaciones en el cerro de la Hoz, donde se estaba planeando los detalles de la operación. Dos meses atrás se había desmovilizado el Bloque Bananeros de Urabá, y se suponía que sus hombres estaban en plena reincorporación a la civilidad, bajo el mando de Ever Veloza, ‘H. H.’.

La propia comunidad tuvo que ir a recoger a los muertos, cuatro días después del crimen. El Ejército había dejado grafitos en las paredes. A la derecha, Luis Eduardo Guerra, el carismático líder que murió en la matanza, y su familia.

Gordillo dice que cuando llegó a Nueva Antioquia sus superiores del Batallón Vélez, el teniente coronel Orlando Espinoza y el mayor José Fernando Castaño, tenían todo coordinado con los paramilitares del Héroes de Tolová.De hecho, la compañía Alacrán de otro batallón, el de Contraguerrilla 33, ya había partido en dirección a la vereda Las Nieves. Este grupo iba guiado por un paramilitar recién desmovilizado conocido como ‘Melaza’, viejo conocido de los militares, asiduo visitante de la Brigada XVII y quien no tuvo problema en vestir un camuflado y portar un fusil oficial, mientras se comunicaba por radio con las demás compañías que estaban en el terreno.

A Gordillo le asignaron un grupo paramilitar coordinado por alias ’44’, del que hacían parte varios esbirros como ‘Kiko’, ‘Cobra’ y ‘Pirulo’. “Ellos dijeron que conocían el terreno, sabían de campamentos y caletas de las Farc hacia el cañón de Mulatos… que esa operación ya se había hablado con mandos superiores”, le dijo Gordillo a la Fiscalía.

Los acontecimientos que siguieron muestran que la operación tenía el sello de la venganza. Las víctimas de la incursión iban a ser civiles, varios de ellos niños, que morirían degollados y descuartizados, en un acto de barbarie al mejor estilo de las matanzas de ‘chulavitas’ de la época de La Violencia.

Las tropas avanzaban lentamente, deteniendo a su paso a los pocos campesinos que transitaban esos caminos. ‘Melaza’ guiaba a los hombres del Batallón 33 y con frecuencia ponía en contacto al oficial que comandaba el grupo con las tropas que habían quedado atrás. Adriano José Cano, Melaza’, tenía en ese entonces 25 años y trabajaba para el Ejército con frecuencia. “Ganaba 15.000 pesos diarios y bonificaciones, dependiendo de los resultados que tuviera la operación”, dice. Así lo había hecho desde cuando ingresó a los paramilitares en 1997, y así lo hizo varias veces después de entregar las armas, “previa autorización del centro de referencia para desmovilizados”, explica.


La Brigada XVII de Urabá es quizá la unidad militar que más han mencionado los paramiitares en sus versiones libres. ‘Melaza’ y otros paramilitares dicen que los patrullajes conjuntos de militares y paramilitares eran frecuentes aún después del proceso de paz de las AUC.

Desde niño había sido arriero y conocía como la palma de su mano los caminos de Urabá. En particular había estado en varias ocasiones en San José de Apartadó. Cómo no iba a conocer esas trochas si en el año 2001 participó en la masacre de seis campesinos en esta región. Esa vez iba encapuchado, pero muchos lo reconocieron. ‘Melaza’ era un nombre asociado con muerte.

Las tropas tenían información de que había un miliciano en la vereda Las Nieves y al amanecer del 20 de febrero cercaron el humilde rancho. “Llegamos como a las 6 de la mañana. Era un ranchito en medio del monte. Rodeamos la casa y el teniente Rodríguez metió la boquilla del fusil por la ventana. El miliciano le echó mano a un AK-47. Entonces disparamos todos contra el rancho. La casa quedó como un colador y aun herido de muerte, el miliciano seguía disparando. Cuando todo se calmó, vimos a un niño negrito y a la esposa del miliciano que salió con una niña de 2 años en los brazos completamente ensangrentada. ‘Me mataron la niña’, dijo. No se había dado cuenta siquiera de que estaba completamente desnuda. Yo me le acerqué y le dije: ‘señora, vaya póngase algo'”.

Efectivamente, Marcelino Moreno, ‘Macho Rucio’, era un miliciano y, al parecer, su muerte ocurrió en combate. La niña estaba herida, pero le dieron primeros auxilios y fue evacuada en un helicóptero y sobrevivió. Suerte que no tuvieron los hijos de Luis Eduardo Guerra y Alfonso Tuberquia, cuyo encuentro fue con la patrulla que venía rezagada.

Sin piedad
Ese domingo, cuando Luis Eduardo Guerra escuchó a lo lejos los disparos y el helicóptero del Ejército, se disuadió de salir a coger cacao. Guerra era el más destacado líder campesino de la comunidad de paz de San José de Apartadó. Esta comunidad había nacido una década atrás como un experimento de resistencia civil frente a la guerra, bajo la tutela especial del cura jesuita Javier Giraldo y de la ex alcaldesa de Apartadó Gloria Cuartas. La comunidad había sido blanco de todo tipo de críticas y señalamientos por parte del gobierno de una supuesta tolerancia con las Farc. También había sido víctima de innumerables atropellos y asesinatos selectivos. Luis Eduardo Guerra, a pesar de haberse formado en el campo, era un hombre con el don de la palabra, con un pensamiento tan estructurado que generaba sospecha en sus adversarios, que lo consideraban un ideólogo de la guerrilla. Era uno de aquellos casos excepcionales del hombre con talento y autodidacta. “Se levantaba a las 4 de la mañana a escuchar noticias y después de las jornadas en el campo, se ponía a leer historia, filosofía, era muy disciplinado”, cuenta uno de los líderes de la comunidad. De hecho, Guerra era una especie de canciller de la comunidad de paz.

Al día siguiente, el lunes 21 de febrero, Guerra decidió salir por fin hacia su cultivo, con su compañera, Bellanira, de 17 años, su hijo Deiner ,de 11, quienes iban a lomo de mula, y su hermano medio Darío. Después de un corto recorrido, a eso de las 8 de la mañana, un grupo de militares salió entre la maleza y los detuvo. Desde un principio Darío temió lo peor. Se dio cuenta de que la actitud de los uniformados era taimada y extraña. Tuvo el presentimiento -al parecer correcto- de que con los militares había paramilitares. Entonces cuando vio que toda la atención de los soldados se centró en Luis Eduardo, se fue escabullendo detrás de la mula y, como pudo, salió corriendo entre la maraña. Poco después escuchó gritos de dolor y de espanto. Y ningún disparo. Los habían matado a garrote y con machete. Y degollados. Y aunque Gordillo dice que no sabe nada sobre estas primeras muertes, los investigadores tienen la hipótesis de que fueron sus tropas combinadas de militares y paramilitares, quienes estaban en ese lugar.

El general Carlos Alberto Ospina, en ese momento comandante de las Fuerzas Armadas, defendió a sus hombres y quiso demostrar, mapa en mano, que no estaban en el lugar de la masacre.

Hacia el mediodía, en la vereda La Resbalosa, a cuatro horas de allí, la escena se repitió con mayor sevicia. Según varios testimonios en poder de la justicia, y el del propio capitán Gordillo, los paramilitares, al mando de ’44’, le tomaron la delantera unos 500 metros al Ejército. Los paramilitares llegaron a la casa de Alfonso Bolívar, otro destacado líder de la comunidad de paz, cuando la familia estaba almorzando. Se inició un intercambio de disparos con un hombre llamado Alejandro Pérez -guerrillero de las Farc, según ha comprobado la Fiscalía-, quien alcanzó a correr unos cuantos metros antes de caer acribillado. Los paramilitares detonaron varias cargas explosivas contra la casa y vieron cómo cinco hombres salieron corriendo hacia el monte. Eran Bolívar y sus trabajadores. Lo que siguió es indescriptible.

Jorge Luis Salgado, alias ‘Kiko’, paramilitar del Bloque Héroes de Tolová, ahora en prisión, la contó a la Procuraduría lo que ocurrió esa tarde: “…vi que había una mujer muerta en el piso… de repente reportaron a los comandantes de unos niños que estaban adentro de la casa… creo que estaban debajo de la cama… fueron sacados de allí al patio… se le preguntó al comandante que qué se hacía con estos niños y llegaron a la conclusión de que serían una amenaza en el futuro diciendo textualmente que ellos crecían y se volverían guerrilleros… por ese motivo se ordenó ejecutarlos en silencio… fue cuando en esos instantes apareció el papá de ellos, con una rula en la mano… los peladitos gritaron ¡papá!… él les decía que no iba a pasar nada y les suplicó a los comandantes que por favor no fueran a matar a los niños… entonces él se arrodilla con las manos en la nuca… los niños corrieron hacia él… y es cuando el papá, ya consciente de lo que iba a suceder, le dice al niño que ellos iban a hacer un viaje largo y que posiblemente no iban a regresar… entonces la niña le busca al niño una ropita en un taleguito, y se lo entrega diciendoadiós con la mano…”.

Bolívar había logrado correr y protegerse donde una vecina, pero al cabo de una hora, se sintió mal por haber dejado abandonada a su esposa, Sandra Milena, de 24 años, y a sus pequeños hijos, Natalia, de 5, y Santiago, de 18 meses, y regresó a su casa, a enfrentar la muerte. Todos murieron y fueron enterrados por sus victimarios en una fosa cerca de la casa. Los vecinos que al día siguiente pasaron por allí, una vez se habían ido los uniformados, dijeron que sólo se veía el rastro de sangre, la tierra removida y “un machete amellado de picar huesos”.

Según los testimonios de los paramilitares, desde ese mismo instante el capitán Gordillo se enteró de lo que había ocurrido. La operación conjunta siguió, sin embargo, tres días más. Prácticamente hasta cuando el escándalo de la masacre ya estaba en la prensa de todo el mundo. A lo largo de esa semana la Fiscalía no pudo ir a levantar los cadáveres. El padre Javier Giraldo dice que el argumento que le dieron las autoridades judiciales es que necesitaban la protección y el transporte el Ejército, y la Brigada había dicho que “no tenía helicópteros disponibles”. No obstante, en los testimonios que reposan en el proceso se dice que el general Héctor Fandiño y el coronel Néstor Iván Duque viajaron en un helicóptero el jueves de esa semana hasta donde estaban las tropas. De qué se enteraron ese día o qué decisiones tomaron es un misterio. Se sabe, eso sí, que esa misma fecha los paramilitares abandonaron la zona.

Para entonces, ya unas 110 personas de la comunidad y observadores internacionales había salido a pie a recuperar los cuerpos, habían llegado a la casa de Tuberquia y rodeado las fosas en espera de la Fiscalía. Uno de los primeros en llegar al lugar fue un oficial, quien se le presentó con su rostro altivo y su mirada fría ante los dolientes: “Soy el capitán Gordillo y vengo a brindarles protección”. Ese viernes 25 de febrero en la tarde se inició la exhumación. Al día siguiente encontrarían junto al río los cuerpos de Luis Eduardo y su familia, devorados por los animales. Tan infames como estos crímenes resultaron los actos posteriores para encubrirlos.

¿Obstrucción a la justicia?
Desde el primer momento, el padre Javier Giraldo levantó su dedo señalando al Ejército como culpable. “Había hablado con muchos campesinos y sus versiones me convencieron de ello”, dice. Pero le llovieron críticas. ¿Quién podía imaginar que el Ejército estuviera involucrado en un crimen en el que las principales víctimas eran niños?

No habían reposado en sus tumbas los muertos cuando los medios de comunicación empezaron a emitir los testimonios de dos supuestos desmovilizados de las Farc que acusaban a la comunidad de San José de Apartadó de tener vínculos con la guerrilla, y aseguraban que era ésta la que había cometido la atroz masacre. Los ex guerrilleros eran Elkin Tuberquia y Apolinar Guerra, quienes estaban bajo la tutela del coronel Néstor Iván Duque, comandante entonces del Batallón Bejarano, adscrito a la Brigada XVII. Sus versiones eran demasiado inverosímiles, pero confundieron enormemente al principio.

De otro lado, el comandante de las Fuerzas Armadas, general Carlos Alberto Ospina, se esforzó en explicar con mapas en la mano que las coordenadas de ubicación de los militares demostraban que estaban lejos de la zona de los hechos. Se ha conocido que un oficial había ordenado alterar la ubicación desde el mismo momento en que se desarrolló la operación. Como si fuera poco, el propio gobierno, antes que lamentar la masacre e instar porque se aclarara, salió a enjuiciar a la comunidad por su negativa a la presencia de militares y policías en la zona.

La justicia estaba en la encrucijada de que era evidente que la masacre había sido acto de militares y paramilitares, pero no había por dónde empezar, pues la comunidad de paz se negaba a hablar. Vino a ser el testimonio de ‘Melaza’ elque empezó a desenredar la madeja.

La justicia actúa
Todo pudo haber quedado en la sombra de la impunidad de no ser por la diligente acción de una fiscal. Como la comunidad de paz, embargada por la desconfianza, no quiso hablar con la justicia, los fiscales y los investigadores de la Procuraduría empezaron a arañar evidencias de un lado y de otro. Hace dos años la Fiscalía, en un acto inusual y hasta insólito, llamó a indagatoria a 60 militares de la Brigada XVII que habrían participado en los hechos, para intentar romper el pacto de silencio que, al parecer, se había hecho.

A finales de 2007 la historia tendría un giro definitivo. ‘Melaza’ había sido capturado dentro de la investigación que se seguía por la muerte de Carlos Castaño. Aunque en un principio él iba a participar en el asalto al máximo jefe de las AUC, luego fue relevado y finalmente no asistió. Ya había sido absuelto y cuando ya prácticamente tenía la boleta de libertad en sus manos para volver a la calle, un fiscal recordó que en un libro de Germán Castro Caycedo se mencionaba a un ‘Melaza’ asociado a la masacre de San José de Apartadó. Y lo llamaron a declarar por este caso. ‘Melaza’ sólo atinó a decir: “Yo no maté a esos niños”.

Desde la cárcel de Itagüí, donde habló con SEMANA, el ex paramililtar ratifica su versión: “El Estado pide la verdad, pero para qué, si no puede aguantarla”. El testimonio de ‘Melaza’ incriminó desde el primer momento al capitán Gordillo. Y éste a su vez ha involucrado a sus superiores, pues dice que en noviembre de 2007 “me encontré con mi general (Fandiño) en un apartamento de la 106. Me mostró la declaración de alias ‘Melaza’ y dijo que lo más probable era que me llamaran a indagatoria… me dijo que en ningún momento debía decir que iban guías civiles con armamento, ni otro personal diferente a soldados… que ya había declaraciones de dos informantes de las Farc (Tuberquia y Guerra) que habían dicho que a esa gente la habían matado los del frente 58”.

Pero la suerte de Gordillo estaba echada. A finales de ese mes fue capturado. Poco después, al conocer la acusación en su contra, se dio cuenta de que no tenía nada qué hacer. Se declaró culpable y se acogió a sentencia anticipada. Confesó que sus tropas patrullaban con los paramilitares, y la justicia entendió que lo hicieron para cometer actos de terror y barbarie. Por eso hoy 10 militares están llamados a juicio, entre ellos el coronel Espinosa y el mayor Castaño. El fiscal Mario Iguarán anunció que también se investigará al general Héctor Fandiño, el comandante de la Brigada en aquel entonces.

Por lo menos seis de los paramilitares que participaron en la masacre han muerto. Alias ’44’, quien conocía piezas clave de lo que ocurrió, fue asesinado en Valencia, Córdoba, el año pasado. ‘Melaza’ y ‘Kiko’ están fuertemente custodiados en la cárcel, por las amenazas que han sufrido.

La historia le ha dado la razón al vituperado sacerdote Javier Giraldo. Su tesis, parecía inconcebible, poco a poco se confirma. Aunque él mismo está a las puertas de la cárcel por una denuncia por calumnia que le interpuso el coronel Duque, y a la que Giraldo ha respondido con una radical objeción de conciencia, negándose a presentarse ante el tribunal y rendir testimonio.

Por esas paradojas de la guerra, el hombre fuerte de las Farc en San José de Apartadó, ‘Samir’, al que los propios militares culpaban de la masacre, se desmovilizó en diciembre y desde entonces acompaña a la Brigada XVII en operaciones en todo Urabá. Su testimonio será clave en este caso.

La justicia trata de desentrañar los interrogantes que aún deja planteada esta compleja investigación. ¿Quién planeó la operación conjunta? ¿Se trató de una venganza contra la comunidad por las acciones de las Farc? ¿Hubo intención de desviar a la justicia?

Mientras tanto, Gordillo, sin sombra de remordimiento en los ojos, espera su condena en una cárcel militar. Desde otra prisión castrense, los 10 militares que irán a juicio niegan hasta el momento todo lo ocurrido.

Publicado por Semana 12/04/2009 Edición 1406