Escuela de sepultureros (Semana)

      
La Fiscalía llegó al Gilgal, Chocó, a desenterrar los muertos de la violencia. Allí, a diferencia de otros sitios, encontró una historia heroica de un profesor de sociales y sus estudiantes. ¿Qué lecciones les dejó la tarea de enterrar a los muertos?


Alumnosy ex alumnos del profesor Guillermo –en el centro, de pantalón gris– en el único colegio del pueblo ayudaron a la Fiscalía a ubicar los cadáveres que durante años ellos mismos fueron enterrando en los alrededores del Gilgal. Fotos: Mauricio Builes/Semana

El profesor Guillermo se puso nervioso tan pronto colgó el teléfono. Comenzó a caminar de un lugar para otro dentro de su casa y a contar muertos con los dedos de las manos. Había recibido una llamada desde Medellín en la que le avisaban que un fiscal encargado de exhumaciones llegaría en los próximos días para desenterrar a los cadáveres de su corregimiento, el Gilgal, de Unguía, Chocó. Le había llegado la hora de recordar los lugares donde enterró los cuerpos de 20 personas, que tras ser asesinadas por paras o guerrilleros quedaban tendidas en cualquier rincón del pueblo, sin ningún doliente que los salvara de la carroña. Salió de su casa y llamó uno a uno a los alumnos y ex alumnos para que se reunieran y le ayudaran a recordar los nombres de los muertos y el lugar exacto de las fosas. “Si les pedí ayuda a mis estudiantes para enterrarlos, ahora se las pido para desenterrarlos”, dice el profesor.

Gilgal -nombre bíblico que en hebreo significa ‘rueda que da vueltas’- es un pueblo llano y caluroso con 50 años de historia y 900 habitantes. Para llegar hasta él hay que embarcarse en una lancha en el puerto de Turbo y atravesar durante 90 minutos el golfo de Urabá hasta Unguía. Allí, los jeep son una especie en vías de extinción y decenas de hombres jóvenes dan la bienvenida al nuevo imperio del mototaxismo en el que por menos de 15.000 pesos llevan a los pasajeros hasta Balboa, la vereda más alejada a dos horas de camino.

El Gilgal es conocido por su vocación religiosa (fue fundado por pastores evangélicos provenientes de Córdoba y Sucre) y, tristemente, por su pasado cruel de muertos a sangre fría. Fue aquí donde el bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) impuso el orden a su antojo desde 1996 hasta 2006, cuando se desmovilizó y llegó al pueblo el primer comando de Policía.

Pero como la historia tiene sus paradojas, esa época y ese lugar, en que la sevicia llegó a grados inimaginables, también tuvo lugar una historia heroica en la que un profesor de ciencias sociales y sus alumnos demostraron el valor de la solidaridad humana.

La historia de Guillermo Castañeda en el Chocó y en la docencia está dada por el azar. Nacido hace 45 años en Jardín, Antioquia, decidió seguir los consejos de un amigo de juventud y aventurarse en un viaje que se ha alargado por más de 20 años. “No sabía a qué venía y cuando me ofrecieron dar clases acepté”, dice. Hoy, el ‘Profe’ es el empleado más antiguo del colegio, adonde sus tres hijos estudiaron hasta hace dos años cuando los mandó para Medellín; y Liliana, su esposa, también del suroeste antioqueño, es profesora en Santa María la Nueva del Darién, una vereda a 15 minutos en moto. El nombre de Guillermo es reconocido en todo el Urabá chocoano, pero su fama no se la han dado las cátedras de sociales ni de historia sino sus oficios como sepulturero.

En medio de las exhumaciones de la semana pasada, los más jóvenes del Gilgal recordaban la guerra entre guerrilleros y paramilitares que les arrebató a familiares y amigos.

En el listado de muertos que recordaba la semana pasada alcanzó acontar 20 que ayudó a enterrar con sus alumnos, pero sabía que el número de tragedias en el pueblo se multiplicaba por 10.

Los años de los entierros
Una de las historias que más recuerda es la de ‘Monillo’, en 2001. “Al señor, que era conocido en el pueblo con ese apodo, lo mataron como a las 7 de la noche -recuerda el profesor- y al otro día en la mañana, mientras yo iba caminando para la escuela vi un corrillo de cerdos que se estaban comiendo los sesos del cadáver”. El profesor no interrumpió su recorrido y al llegar a su curso de octavo grado les dictó la primera tarea de la semana: “Vamos a enterrar a ‘Monillo'”.

Durante las clases, el profesor Guillermo, además de su cátedra de sociales, también comparte con sus alumnos las duras experiencias que tuvo que vivir en la época de la violencia.

Como había sucedido en otras ocasiones, lo primero que hizo fue preguntar quién quería acompañarlo en los oficios de sepulturero, y cuatro muchachos -entre los 12 y los 16 años- levantaron la mano. Édgar Acevedo, uno de ellos y que hoy trabaja como mototaxista en Unguía, dice que todo el acto del entierro -desde que el profesor les avisaba hasta que echaban el último palazo de tierra- podía durar hasta ocho horas. Tenían que dejar los cuadernos en las casas de cada uno, cambiarse el uniforme por ropa de trabajo y buscar por todo el pueblo palas, barretones y una carretilla para transportar el cadáver hasta un cementerio improvisado sin cruces ni lápidas. Lo más difícil de todo era abrir el hueco: “Como aquí casi siempre hace calor, la tierra se hace dura y seca… se podía reconocer fácil a los que lo abríamos porque las manos eran llenas de ampollas”, recuerda Édgar.

Pero el caso de ‘Monillo’ fue la excepción. En este, más que abrir el hueco, lo duro fue ver a los siete niños que habían quedado huérfanos. No tenían mamá y el papá era su única compañía en la casa. La misma noche en la que lo mataron el inspector de Policía, encargado de todos los actos fúnebres del Gilgal, como si se tratara de una noticia cualquiera, llegó hasta la casa de madera y les dijo: “Mataron a su papá, vayan a recogerlo”. En ese tiempo, cuenta Guillermo, los inspectores eran una figura decorativa del pueblo y aún se pregunta si era por miedo o apatía frente a la realidad de la violencia. “Cuando fui a recoger a los niños para llevarlos a mi casa me sorprendió que ninguno estuviera llorando o al menos triste… y yo le pregunté a Liliana si era una cuestión cultural o de inocencia o de falta de afecto”. Su esposa lo llama choque cultural. Mientras en su tierra el acto de reclamar cristiana sepultura se convierte en un clamor colectivo, aquí parecería no tener la misma importancia.

Durante todo este tiempo en el Gilgal aún les cuesta entender no sólo la reacción de los niños de ‘Monillo’ y la frialdad con la que el inspector les dio la noticia, sino la indolencia con la que muchos habitantes han actuado frente a actos de barbarie. El personero de Unguía y ex alumno de Guillermo, Leonardo Altamiranda, reconoce que si no fuera por la solidaridad de su profesor muchos muertos del pueblo se hubieran convertido en un problema de salud pública.

Pero ¿qué ha significado para toda una generación de niños el hecho de haber sepultado a los muertos? Muchos de ellos se refieren a los entierros, a las torturas y a los cadáveres como si fueran un adorno más del paisaje del Gilgal. Les gusta contar las historias. Joshe, un muchacho bajito y con las mejillas hundidas, recuerda la vez que él mismo llegó al salón de clases a pedirle al profesor que enterraran a un señor que había quedado tirado y moribundo en una de las carreteras a la salida del pueblo. El asesino, con precisión de cirujano, le había pegado dos tiros en la cerviz que le volaron los ojos pero que no alcanzaron a matarlo. Cuando Joshe lo vio por primera vez estaba pidiendo ayuda y con las manos empapadas en sangre trataba de acomodarse los ojos en la cara. Los paras lo remataron delante de todos. Tuvieron que dejar que pasara toda la mañana y parte de la tarde para poder recogerlo y enterrarlo. Cuando llegaron al cementerio, por equivocación y olvido, tuvieron que abrir dos huecos porque en el primero que excavaron ya había otro cadáver en alto grado de descomposición. “Casi no se nos va el olor a muerto de encima -dice Joshe- no fuimos capaces de comer carne durante un mes”.

Durante estos últimos días, cuando la Fiscalía llegó para cumplir su tarea de exhumar, el pueblo se ha convertido en una incubadora de historias tristes. La época en la que los muertos fueron destripados como animales y llevados a rastras por las calles parece haber terminado y, ahora, cada exhumación revive anécdotas y recuerda que el único acto de resistencia fue el del profesor con sus alumnos. Cuando se le pregunta por qué no tiró la toalla y decidió irse para otro lugar con su familia, Guillermo contesta que en ningún otro sitio se hubiera sentido tan útil, y uno de sus alumnos lo interrumpe para completar la respuesta: “Si no hubiera sido por este profe, nadie hubiera hecho la tarea”.

Publicado por Semana  12/04/2009   Edición 1406