Un desaparecido menos, una víctima más

      
En el juego de las estadísticas de desapariciones en Colombia, de forma paradójica se suma y se resta al mismo tiempo. Cada vez que un cadáver es reconocido por sus familiares, se suma una víctima más al conflicto y se resta una historia de desaparición sin concluir. Familias y Estado suman y restan en el mismo dolor.




Para las familias de los desaparecidos la incertidumbre acaba cuando les entregan los restos de sus familiar, pero empieza el luto por su muerte. Foto Semana.


El Fiscal Mario Iguarán entregó las osamentas de los cadáveres de 112 colombianos asesinados por los paramilitares y que fueron identificados por la Fiscalía. Foto Fiscalía

El desfile tortuoso de las víctimas (El Meridiano de Córdoba)

José Jaramillo salió alrededor de las ocho de la mañana de su casa ubicada en la zona rural del municipio antioqueño de Ciudad Bolívar en el suroeste de ese departamento. “Cogió su moto, se fue para el pueblo, pero nunca llegó”, recuerda su hermano, Antonio.

El 24 de febrero de 2001 está marcado con rojo en el calendario de la familia Jaramillo.

“Tenía que hacer una vuelta en la notaria”, cuenta Antonio, quien luego de ocho años de espera, recibió en el bunker de la Fiscalía General de la Nación, en Medellín, de manos del fiscal Mario Iguarán Arana, lo que quedó de su hermano. Ese día, el Fiscal entregó en Medellín, Santa Marta y Montería 112 restos humanos de personas asesinadas por paramilitares y guerrillas, halladas en fosas comunes e identificadas tras dos años de una labor científica.

José Jaramillo es uno de los 23 cadáveres hallados en fosas comunes en el municipio de Ituango, norte antioqueño, exhumados e identificados por el Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI), de la Fiscalía.

La familia de José y otras 22 en Antioquia, recibieron los restos humanos en medio de lágrimas, llanto y reclamos y con ello dieron por concluida, en parte, la búsqueda de sus seres queridos y la tortura psicológica de no saber dónde estaban.

Un adiós suspendido

José tenía 34 años y un pedazo de tierra para cultivar. No tenía hijos ni esposa, “era un campesino, como todos lo de la vereda. También tenía una moto que, igual, se la prestaba a todo el mundo”, relata Antonio mientras sostiene en sus manos una flor y el sufragio entregado por la casa de servicios exequibles, como símbolo de lo que alguna vez fue ese ser, su ser querido…

Ciudad Bolívar, dominado durante muchos años por el Bloque Suroeste de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), comandados por Aldides de Jesús Durango, alias ‘René’ y Julián Rojas Londoño alias ‘110’, también puso su cuota de dolor y sangre en las cifras de desapariciones en Colombia que, según cálculos del fiscal Iguarán, llegan a las 22 mil personas.

En sus veredas, como en las de muchos municipios antioqueños, civiles y actores armados convivieron y conviven, de manera obligada, en el mismo espacio. “Ellos son los que mandan”, subraya Antonio. Por esta misma razón, José conocía a algunos de los integrantes de las autodefensas y, sin ser parte activa o militante del grupo, manejaba una relación cordial con ellos.

“Era muy fresco, cualquiera que le pedía la moto se la prestaba. No se fijaba a quién… a esos muchachos se la prestó una vez y luego se la devolvieron sucia: tenía pedazos de sesos en las llantas, sangre… eso no le gustó y no se las volvió a prestar”, puntualiza Antonio, conteniendo las lágrimas con esfuerzo. Ese día (el 24 de febrero) salió y, no muy lejos, de la casa, según contó una vecina, lo abordaron “los muchachos… se subieron en la moto y no se sabe para dónde se lo llevaron… Ya vuelvo, dijo, pero nunca volvió…”

La búsqueda

A las dos de la tarde, la familia Jaramillo supo, por boca de terceros,que su hermano jamás llegó a la notaria. De inmediato, Antonio inició la búsqueda, “pero con la certeza de que algo malo había pasado”.

Les preguntó a los vecinos y a la gente de la vereda y, al final, se dio cuenta de quién, dónde y cuándo se lo habían llevado, pero “qué mas podía hacer, si a los días recibí una llamada anónima, diciéndome que no perdiera el tiempo… que no lo buscara”, pero pese a la advertencia, insistió tres veces más, porque ya sabiéndolo muerto, “necesitábamos ir por su cadáver”.

La búsqueda de José, aunque dio frutos, pues “a nosotros sí nos dijeron dónde estaba”, de manera paradójica también les dificultó las cosas, debido a que por cosas de la convivencia y del espacio que tuvieron y tiene que compartir civiles y armados, los autores de la desaparición le mantuvieron “el ojo encima” a la familia Jaramillo.

El día que iba a hacer la denuncia formal ante las autoridades, lo siguieron. “Me dio miedo, no fui, me desvié por otro lado y mandé a mi hermana”, pero igual que antes, solo les quedó esperar, en su caso, durante ocho años, a que la denuncia tuviera trámite para recuperar el cadáver, porque “quién iba sacarlo de allá… era imposible”.

Desenterrando la verdad

Gracias al proceso de la ley de Justicia y Paz, la familia Jaramillo pudo recuperar el cadáver y terminar, en parte, con una larga tortura. Un militante de las Auc, alias Changón, declaró en versión libre dónde estaban los restos de José.

Contrario a lo que cualquiera pudiera pensar, el día en que recibió la noticia, Antonio sintió alegría, porque “fueron muchos años de tortura, de sufrimiento, de no poder hacer nada”.

La exhumación fue dura en todos los sentidos, pues el recuerdo de ese ser querido, de su sonrisa, de su cara, de su cuerpo, quedó reducido aunos huesos y a algunos objetos personales, dispersos en capas y capas de tierra y mezclados con otros huesos de personas que, igual que José, no pudieron decir adiós.

“Fue duro, muy duro: tenía balazos en la cabeza y, de tortura, no sabemos nada… no quise ver más”, agrega su hermana, quien acompañó a Antonio en la búsqueda durante todo este tiempo. Ella también contiene las lágrimas. Ya ha llorado mucho.

Recuperar el cuerpo o lo quedó es solo una de las luchas; eso sí, la más importante y, por ahora, la única que van a dar, porque para las otras las fuerzas se les agotaron: “una tierra que tenía José, se perdió”.

Para ellos, la historia de un muchacho, buena gente, que por no meterse en problemas terminó involucrado más de la cuenta, ahora saldrá de esa fosa para que sirva de incentivo para desenterrar las otras 22 mil que permanecen en el anonimato.

No son solo cifras

Las 23 víctimas, 21 adultos y 2 niñas, entregadas por la Fiscalía, esperaron dentro de una caja de madera, atravesada por una cita dorada con sus respectivos nombres.

Los familiares, ubicados en sillas en frente de los féretros, ansiosos miraron, suspiraron, lloraron en silencio y rezaron, en agradecimiento, pues por fin tuvieron cerca, después de mucho tiempo, al ser querido que un día salió sin despedirse.

En la declaración a los medios y a las familias, el fiscal Iguarán dejó claro que no solo se trata de entregar cadáveres y hacer exhumaciones sino que el proceso busca, de alguna manera, castigar a los culpables por la tortura psicológica a la que fueron sometidas las familias.

Para las familias de estas 23 víctimas, es un alivio salir de las estadísticas de desaparición en Colombia, al materializar un nombre, así sea en un cajón de madera, de una persona que tanto buscaron y por la que tanto lloraron.

Al hacer la entrega de los restos, uno por uno los familiares pasaron a recoger en pocos centímetros años y años de recuerdos.

Un duelo inconcluso

Para Adela Quintero, la historia fue otra, pues la desaparición no concluyó con esta entrega. Su hijo, “mi mano derecha”, desapareció también a causa del conflicto, hace cinco años, en el corregimiento Puerto Venos, de Nariño, suroriente de Antioquia.

Sergio Andrés Quintero tenía 15 años cuando, a causa del conflicto, tuvo que huir, junto a su familia de la casa. “Somos desplazados, nos tocó salir en medio de la nada”.

Estaba herido y, en medio del caos, la confusión de los hechos y producto de una balacera, salió a buscar ayuda… “estábamos solos, no había nadie que nos ayudara, no había Ejercito, no había nada”, cuenta la madre.

“Entró a la casa de una prima, en búsqueda de auxilio, pero fue peor”, porque de allí lo sacaron. Sucedió el 5 de febrero de 2004, como consecuencia de la acción del frente 47, al mando Nayibe Ávila Moreno, alias Karina, y de Pedro Pablo Montoya, alias Rojas.

Desde entonces y hasta la fecha no sabe nada de su hijo. Por eso, acude a las entregas y mira a las familias, como la de José Jaramillo, con envidia de saber que ellos tienen lo que ella aun no: sacar ese adiós, que mantiene apretado entre los labios hace muchos años.

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