El arte de la guerra

      
Un escritor, un creador teatral y un artista visual cuentan cómo aún en medio del desastre se encuentra la poesía.

Antes de hablar de su obra, el artista Juan Manuel Echavarría pone sobre una de las mesas de su taller un libro con los grabados de Goya. “Este cuadro se llama ‘No se puede mirar’, pero yo creo que lo que nos quiso decir Goya es que el arte permite mirar, es una forma diferente de ver la tragedia, de pensar en ella sin petrificarnos”.

El propio Echavarría aprendió a mirar la guerra de manera distinta un domingo de 1995, cuando iba en su carro a fotografiar el peregrinaje que hay alrededor del Divino Niño, en el barrio 20 de Julio de Bogotá. Pero antes de llegar allí, una escena callejera le robó la atención. Había una hilera de almacenes que exhibían en las aceras maniquíes mutilados. “Parecían civiles en medio de una guerra”. No obstante sus aspectos desgarrados, la gente no los observaba siquiera. “Miraban la ropa, pero nadie sus rostros heridos. Entonces pensé: así he sido yo. Indiferente frente a la guerra que se vive en los campos”. Los maniquíes eran una metáfora del país, y con ellos nació su proyecto artístico, que desembocó con mucha fuerza en los últimos años, en una búsqueda de convertir la memoria del conflicto, su tragedia, en algo sublime y bello. Echavarría lo ha logrado. Primero, con una obra hecha con siete mujeres que estuvieron cinco meses secuestradas por el ELN en la iglesia de La María. Él fotografió lo que ellas trajeron de la selva: insectos, piedras labradas. “Eran ‘souvenirs’ del infierno” con los que creó unas imágenes alegóricas al encierro. La memoria del sufrimiento se había convertido en su musa.

Luego vendría Bocas de Ceniza, una estremecedora instalación de video en la que en primeros planos pueden verse y sentirse los cantos y lamentos de varios habitantes del Atrato, especialmente de Bellavista, o Bojayá, que le cantan a la tragedia. “La memoria no se guarda en los cementerios sino en los cantos. Es una memoria oral”. Son cantos de jóvenes, de mujeres, de viejos, lentos y suspendidos en el aire, que llenan la atmósfera de nostalgia y conectan, de una manera muy especial, al público con los ojos de los cantadores, hasta generar un sentimiento de empatía muy profundo.

Un día cualquiera, la noticia de un periódico le dio el punto de partida para su obra Réquiem NN, una serie de 85 fotografías de tumbas de Puerto Berrío que han sido modificadas por la gente, que adopta a los muertos anónimos que bajaron durante años por el río Magdalena. “Es un acto de resistencia con los perpetradores que los querían desaparecer”, dice Echavarría. Las fotos contraponen diferentes momentos de las lápidas, muestran su transformación y los puntos de vista múltiples para verlas. Esta obra representa también la humilde manera que han encontrado muchas personas de reparar su sufrimiento por los familiares desaparecidos, adoptando a un cadáver que navega rumbo abajo por el agua, con la esperanza de que en algún lugar del río otra persona tenga la compasión de darles sepultura a sus muertos. “El horror en Colombia ha sido sin límites, y es importante que la memoria lo muestre así”, dice.

El año pasado se presentó por primera vez la exposición La Guerra que No Hemos Visto, un mosaico de instantes traumáticos y violentos hechos por desmovilizados de los grupos guerrilleros, paramilitares y también soldados, que trabajaron durante dos años en los talleres de la Fundación Puntos de Encuentro, creada por Echavarría justamente para preservar la memoria del conflicto a través del arte. Las pinturas son tabletas que evocan la memoria de los victimarios: un inmenso baño de sangre que inunda todos los puntos de la geografía, que refleja los miedos, la culpa y, sobre todo, cómo conviven el horror y la vida ordinaria.

La última obra de la Fundación son los tapices hechos por las mujeres de Mampuján, en los Montes de María, donde se relatan los momentos más tenaces del destierro. “El arte no detiene guerras, pero es una herramienta para el diálogo y la reflexión, no solo para la contemplación pasiva. Estas pinturas son una declaración contra la guerra”, dice Echavarría.

¿Cómo voy yo?
Nicolás Montero, al igual que Echavarría, tuvo la sensación de que el país ha estado de espaldas al tremendo sufrimiento de la gente del campo. Cuando viajó a Trujillo (Valle), invitado por el Grupo de Memoria Histórica, encontró un monumento del tamaño de Monserrate, donde la gente ha esculpido en alto y bajo relieve los oficios de cada una de las víctimas de la masacre sistemática e imparable quevivieron durante tantos años. Son 342 lápidas. “Lo que más me impactó fue la soledad de estas personas, y me pregunté dónde está la sociedad civil, cómo voy yo acá”. Ahí empezó a nacer El deber de Fenster, una obra escrita por Humberto Dorado y codirigida por Montero y Laura Villegas. La historia está basada en los expedientes de Trujillo y, en particular, en el testimonio manuscrito y demoledor de uno de los testigos: Daniel Arcila, quien era informante del Ejército y que muy pronto contó cómo se habían aliado militares, narcotraficantes y ‘pájaros’ para liquidar a la gente de Trujillo. Arcila fue declarado loco por la justicia y luego asesinado. Pero su testimonio verídico será reivindicado en el futuro, según la obra, por un editor de documentales (Fenster), a quien le encargan contar la historia absurda de muerte y dolor que hay en unos viejos documentos judiciales.

“La verdad está ahí. El teatro solo es una lupa que nos hace tomar conciencia”, dice Montero, quien años atrás ya había dirigido con éxito el monólogo Con el corazón abierto, basado en los expedientes de la masacre de Chengue, en Sucre.

La memoria también está haciendo de las suyas en la literatura. La celebrada obra de Héctor Abad Faciolince ‘El olvido que seremos’, a partir de la reconstrucción de su propia experiencia, muestra las turbulencias de los años 80 y el brutal contraste entre una maldad que se instaló en la vida cotidiana y la lucha solitaria de quienes se opusieron a ella.

“La realidad explotó en la cara de los escritores”, dice Nahum Montt, un escritor que abiertamente ha tomado momentos traumáticos del país para crear sus historias de ficción. Su novela El eskimal y la mariposa está basada en el exterminio de los miembros de la Unión Patriótica, y su más reciente libro, Lara, reconstruye la vida y muerte del inmolado ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla. Para ambas obras tuvo que pasar meses en el archivo de la Biblioteca Luis Ángel Arango, pero no porque su trabajo fuera historiográfico, sino porque buscaba una historia que “trascienda la dramaturgia de la muerte”.

Para muchos de estos escritores no hay que salir de las ciudades a ver el conflicto, pues este ha hecho parte de sus vidas. En el caso de Abad, el asesinato de su padre, sobre el cual le tomó 20 años escribir; y en el de Montt, su juventud en la Barrancabermeja de la violencia guerrillera y paramilitar, que no dejó indemne a su familia. O el caso de Alonso Sánchez Baute, quien en su novela Líbranos del bien quiso poner en el papel la compleja trama de violencia que envolvió a su generación en Valledupar.

El cine, la danza, el video y en general todo el arte se ha volcado a la reconstrucción de la memoria. Algunos cuestionan esto como una moda o como un retorno del “arte comprometido”, donde los “mensajes” tienen más peso que las búsquedas estéticas. No siempre es así. Ahí está Goya para recordar que el arte también puede ser un sublime testimonio de la guerra. Frente a Enterrar y callar, el estremecedor grabado del artista español, Juan Manuel Echavarría resume lo que pasa en Colombia: “Es que estamos desenterrando y hablando”. Y darle la espalda al sufrimiento propio y de los otros no es una opción para estos artistas.