San Rafael, el pueblo que se libró de las Farc

      
Pobladores y autoridades de esta localidad del Oriente antioqueño afirman que después de treinta años de presencia guerrillera, el pueblo está libre de guerrilla.  
 
 Aspecto del parque principal de San Rafael, oriente antioqueño. Foto: VerdadAbierta.com      

La última víctima del Frente 9 de las Farc en San Rafael, Antioquia, fue el agricultor Hernán Alirio Ramírez. Días después del asesinato, Blanca Albertina, la viuda, fue a declarar el caso en la Personería. El funcionario que la entendió le dijo que en esa época ya no había guerrilla. Pero ella le relató cómo la noche del sábado 29 de marzo del 2009, un grupo de hombres uniformados con camuflados entraron a su casa y preguntaron por su esposo. Le dijeron que ‘El Coico’, un cabecilla de este frente, lo necesitaba; y lo sacaron de la casa.

“Acabábamos de comer. Yo me quedé pensando, seguro vienen a pedirle plata. Cuando prontico escuché un lamento muy horrible, desgarrador; pero no se sintieron tiros. Yo pensé: No. No lo mataron. Le pedía a Dios que no lo fueran a matar”, cuenta Blanca.

Esperó a que el esposo regresara, pero los que volvieron fueron los guerrilleros, requisaron la casa y le dijeron a Blanca que se perdiera. “Cogí pa’ el monte, y allá amanecí. Yo esperaba a que de pronto Hernán llegara. Cuando estaba aclarando, arrimé a la casa; veía la puerta abierta y la luz prendida. Y ese silencio. Yo pensaba, si mi marido hubiera llegado, me hubiera llamado, me hubiera silbado, alguna cosa. Y nada”.

El labriego fue extorsionado por la guerrilla durante más de diez años. Tenía que darles hasta dos millones de pesos mensuales para que pudiera trabajar tranquilo en el cultivo de café y el ganado, con lo que sostuvo una familia de 17 hijos. Pero esta vez, supo luego Albertina, le estaban pidiendo dieciséis millones de pesos, y le insinuaron que debía ponerle una bomba a la estación de policía. Hernán se negó; por eso, esa noche de marzo, a pocos metros de su casa, lo degollaron.

Albertina solo volvió a su casa por el cuerpo del esposo. “Dejaron todo revolcado y lleno de volantes que decían que ellos eran guerrilleros del Frente 9, y no sé qué más. Yo no he vuelvo nunca. Me han dicho que pa’ la vereda todo está muy bueno. Que después de que mataron a “El Coico”, y al comandante de ellos, el tal “Danilo”, ya se puede regresar, pero a mí me da miedo”, dice.

Llega la guerrilla
El sector rural en el que Hernán Alirio tenía sus tierras -veredas La Rápida, Quebradona y Falditas, a quince minutos del casco urbano-  fue el último refugio de las Farc en San Rafael después de tres décadas de presencia en ese municipio. Esta facción guerrillera llegó al Oriente antioqueño a mediados de los ochenta por decisión de la Séptima Conferencia, que ordenó el desdoblamientodel Frente 4, que operaba en el Magdalena Medio.

El Frente 9 apareció a esa región en plena convulsión de los movimientos cívicos, creados una década anterior ante el descontento de la población con la construcción las hidroeléctricas Playas y Jaguas, el desplazamiento de los campesinos de las áreas rurales por la inundación del terreno, el incremento de las tarifas de energía y agua, los problemas de orden público y el desempleo en los jóvenes. Entre 1981 y 1984 se dieron tres paros cívicos regionales.

Las Farc vieron en estos movimientos una base social para el trabajo político. Con este argumento, las Fuerzas Militares señalaron la protesta de los pobladores como izquierdista y de influencia guerrillera, lo que desató una cruenta persecución contra los líderes cívicos. La mayoría fueron asesinados o desaparecidos.

Desde que estaba en el colegio, Pedro Gómez hizo parte de comités estudiantiles que se organizaron para protestar contra los megaproyectos. Según él, la guerrilla los vio como unos posibles aliados y varias veces les “tiraron el anzuelo”.

“Mandaban mensajeros, luego íbamos a la zona rural y nos reuníamos. Fuimos muy prudentes y nunca nos involucramos. Nos decían que hiciéramos parte de la línea política. El servicio de inteligencia del Ejército se enteraba de esas reuniones y nos señalaban de simpatizantes y colaboradores”, relata.

Gómez también participó en el Comité Pro Defensa por los intereses de San Rafael. Desde ahí le pidieron a Empresas Públicas de Medellín y a Isagen, por medio de un pliego de peticiones, la reubicación de las viviendas que habían sido inundadas, la construcción de la escuela y de un puente.

Pero el movimiento decayó. “A algunos de los líderes los mataron: al que representaba los grupos políticos, Froilán Arango, y al alcalde de la época, Clemente Giraldo. A los otros los hicieron ir, al representante del magisterio, a una monjita y al odontólogo”, recuerda Gómez.

En enero de 1988, en las veredas El Silencio y El Topacio, el Ejército arrasó con las cooperativas promovidas por la Unión Patriótica (UP). Eran tiendas comunitarias donde los campesinos mercaban a bajo costo. Según la Fuerza Pública, la guerrilla se abastecía en estas tiendas.

Ese mismo año, Alejandro Arango fue elegido concejal por la UP. Era militante del Partido Comunista y tenía adjudicados varios títulos de minería, con ellos organizó una corporación de pequeños mineros. En enero, fue detenido por militares que lo acusaron de ser la conexión con las Farc. Un mes después fue desaparecido de la cárcel de San Rafael. A Froilán Arango, el activista que lo reemplazó, lo asesinaron en el parque del pueblo.

Los escuadrones de la muerte, encaminados a exterminar a la izquierda, anunciaron su llegada al municipio con estos asesinatos. El 14 de junio de ese mismo año, diecisiete mineros que pertenecían a la corporación creada por el concejal de la UP fueron retenidos por hombres armados. Dos semanas después encontraron restos de sus cuerpos flotando en el río Nare.

Más allá de intimidar a la guerrilla, estos ataques sistemáticos la fortalecieron, crecieron en número de hombres e incrementaron sus ataques contra la infraestructura hidroeléctrica, así como el secuestro y la extorsión. Ese poderío terminaría con la llegada, a finales de los noventa, de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu), al mando de Carlos Mauricio García Fernández, alias ‘Doblecero’.  

Última guarida
A veinte minutos de la finca que habitaron Blanca Albertina y Hernán Alirio, quedaba un campamento del Frente 9 de las Farc, su refugio durante la última década. En

 
       Doralba Usme y sus hijos. Foto: VerdadAbierta.com.

el lugar, un alto de la montaña, se apropiaron de la finca en la que vivían Doralba Usme con su esposo y sus cuatro hijos, dos niños y dos niñas.

A finales de los años noventa, cuando insurgentes y paramilitares se enfrentaban en San Rafael por el control de la población y el territorio, cinco guerrilleros llegaron a la propiedad. Pablo Emilio, entonces esposo de Doralba, los recibió y les ofreció comida.

“Él les dio mucha confianza. Les dijo que a la orden la casa. Entonces se fueron amontonando hasta que un día hicieron un campamento por los lados del cafetal. Entraban a la casa a hacer de comer. Yo le preguntaba a Pablo: ¿Cómo vamos a dejar que esa gente se amontone acá? Mire que eso no les conviene a los hijos. Y él me decía: usted quédese callada”, narra la señora, quien tras años de sufrimientos se devuelve en el tiempo y recuerda los padecimientos que afrontó al lado de sus hijos por culpa de la guerrilla.

Pablo Emilio se iba a trabajar en sus cultivos y no volvía en toda la semana. Doralba se quedaba con sus cuatro hijos. Poco a poco, los guerrilleros se adueñaron de los cuartos de la casa. A ella y a los niños les tocaba dormir en el suelo. La obligaban a comprarles comida y medicamentos. Varias noches aprovecharon la falta de luz, y sin que ella pudiera reconocer rostros, la violaron. Ella no podía quejarse con su esposo, pues le respondía con golpes.

Mientras Doralba padecía la guerrilla en su finca, los paramilitares de las Accu expandían sus dominios y montaron una base en el corregimiento El Jordán, de San Carlos, un municipio vecino de San Rafael. Lo primero que hicieron, una vez se instalaron, fue citar a los comerciantes de la región.

“Nos dijeron que ellos venían a acabar con la guerrilla, que les teníamos que dar una cuota mensual. El que no lo hiciera era considerado colaborador de la guerrilla y lo mataban. El que menos les pagaba daba 10 mil pesos, los que tenían negocios grandes daban cuotas de millón pa’ arriba”, cuenta Hugo Sánchez, representante de la Mesa de Víctimas de San Rafael. Por esos mismos días, un helicóptero sobrevoló el casco urbano y lanzó cientos de volantes que decían: “Guerrilleros: o se uniforman o se mueren de civil”.

Se inició entonces una cadena de asesinatos selectivos, la gente era ultimada por sospecha. “Si la guerrilla veía a un campesino conversando con un informante de las Accu, lo mataban. Si simplemente bajaban al pueblo, los acusaban de que iban a pagarle vacuna a los ‘paras’, -recuerda Sánchez-. Por otro lado, los campesinos tampoco podían hacer mercados grandes, había informantes de los ‘paras’ pendientes de esas cosas. Los acusaban de llevarle mercado a la guerrilla. Los esperaba en el camino pa’ matarlos”.

En mayo de 1998 los enfrentamientos entre las Accu y las Farc provocaron el primer éxodo del Oriente antioqueño: más de 1.300 campesinos de unas quince veredas de San Rafael se desplazaron al casco urbano. El Topacio, El Diamante, San Juan, Puente de Tierra y La Iraca quedaron deshabitadas.

En el desespero por recuperar la zona que les arrebataban los paramilitares, las Farc se tomaron el casco urbano de la localidad. En la tarde del 15 de agosto del 2000, un grupo de doscientos guerrilleros entró al pueblo. Mataron a los vigilantes de dos parqueaderos, Evelio Quinchía y Ramiro Marín, y luego incendiaron los lugares, llenos de carros. También quemaron las dos estaciones de gasolina. Asesinaron al tendero Mauricio Garro, y otro hombre, Octavio Espinosa, murió de un infarto por el susto de las explosiones.

Aunque intentaron recobrar el control de San Rafael, tanto las acciones de las Fuerzas Militares como las de los paramilitares, obligaron a la guerrilla a replegarse a las montañas y para contener los ataques, sembró minas antipersonal. Sus operaciones se volvieron esporádicas, pero igual de violentas. Volaron varias veces las torres de energía y algunos puentes que comunicaban con otros pueblos.  

Uno de los más recordados fue el puente Danticas en la vía a San Carlos, dinamitado el 20 de febrero del 2002. En el momento de la explosión una ambulancia cruzaba el puente, cayó al vacío y las tres personas que iban adentro murieron, entre ellas una mujer en trabajo de parto.

Además, aumentaron la extorsión y el secuestro. Doralba recuerda que al menos en dos ocasiones supo que a la finca llevaron secuestrados: “Un día en el que había más de doscientos guerrilleros, trajeron una olla inmensa y un montón de gallinas, eran como las dos de la tarde. Como a la seis me dijeron: haga el favor y se encierra, nosotros le decimos a qué hora puede abrir la puerta. Como a las nueve vi por los huequitos de la ventana que traían a un señor vendado, con las manitos pa’ atrás, amarradas. Lo pusieron a echar camino arriba, por allá lo tuvieron mucho tiempo”.

Doralba no podía irse de ese lugar, la guerrilla estaba pendiente de ella, había visto muchas cosas. Además, la abandonó el marido. Según sospecha, se fue porque estaba amenazado, se desplazó para Medellín, y se declaró víctima. Desde entonces es él quien recibe la ayuda humanitaria que le entrega el Gobierno, como si conviviera con su familia. A pesar de que ella ha declarado más de una vez que no vive con él, sigue sin recibir ayuda.

Ella no sabe leer ni escribir; por eso, Fabio, el hijo de quince años que está en quinto de primaria, le escribió una carta a la Personería y a la Comisaría de Familia en la que les cuenta todo por lo que han pasado los últimos diez años, pero esa misiva no tuvo respuesta.   

En noviembre del 2009 la Cuarta Brigada del Ejército dio de baja a alias  “El Coico”, uno de los comandantes del Frente 9. Un mes después, los militares mataron a alias “Danilo”, otro de los líderes de esa facción guerrillera, y anunciaron que su baja era la estocada final de ese grupo insurgente.

Acosados por el Ejército, los guerrilleros le dijeron a Doralba que si no quería colaborar llevándoles mercado del pueblo, medicina e información, reclutarían a sus hijos. Ante la amenaza, ella y sus cuatro hijos abandonaron la región, luego de una década de padecimientos.

Los pocos insurgentes que quedaron en las montañas de San Rafael se replegaron hacia el departamento de Caldas, a la zona del río Samaná, donde acabó de extinguirse esta unidad guerrillera gracias a los golpes que el propinó el Ejército.

Durante tres años Doralba y sus hijos vivieron como desplazados, de un lado a otro, sin recibir ayuda humanitaria por parte del Estado. Ante las dificultades y tras la noticia de que en San Rafael no había guerrilla, en enero de este año decidió volver a su finca, la que encontró deshabitada y llena de rastrojo. Pero se acomodaron, limpiaron todo y hoy trabaja junto a sus hijos en recuperarla, confiando en que no volverá a padecer el acoso de la guerrilla ni de ningún grupo armado.