Las cicatrices de El Aro

      

Relato de la lenta e impune masacre de los habitantes de un caserío al norte de Antioquia, en octubre de 1997, y de cómo en los siete días que duró, ninguna autoridad llegó a auxiliarlos.

Por Javier Arboleda García para VerdadAbierta.com

Los habitantes de este corregimiento en el norte de Antioquia tuvieron que soportar la sevicia de 150 hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia que destrozaron por completo sus pueblo y nadie hizo nada para evitarlo. Foto Semana.

Sentencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre Ituango 


Perfil de Carlos Castaño

“Si lo quiere tanto; entonces, duerma con él”, le gritó el hombre a Rosa María Posada y la empujó encima de su marido, quien yacía tirado sobre la yerba húmeda, recién asesinado. Ella abrazó a Marco Aurelio, intentando taparlo, para que sus dos hijos no vieran su cuerpo destrozado, los ojos afuera, el pecho rajado, la piel levantada. Marco Aurelio Areiza, su esposo, de 64 años, había sido un hombre bueno, dueño de las únicas dos tiendas de abarrotes de El Aro, un pueblo de 60 casas de paredes de bahareque mapeadas por la cal y el tiempo, tejas de zinc y puertas de colores, en el área rural de Ituango, un municipio al norte de Antioquia. Areiza había sido de sus primeros habitantes; llegó en 1967, dos años después del obispo que lo fundó.

 

A Marco Aurelio lo mataron un domingo 26 de octubre de 1997, a una cuadra de la plaza de ese caserío de páramo, frío y nublado, con una calle larga empedrada que empataba con la iglesia, a donde sólo se podía llegar después de siete horas de camino de mula, cuesta arriba por una montaña quebrada de arroyos de aguas limpias. Su cadáver quedó al borde del cementerio, que junto con una escuela, cuatro plantas eléctricas, una cabina telefónica, dos cantinas, y la dos tiendas de Marco Aurelio, formaban todo el equipamento urbano.

 

No fue el primer caído, ni tampoco el último. La masacre, planeada varios días antes, lejos de allí, había empezado tres días antes, y duró cuatro días más. La cometieron 150 hombres de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Accu), también conocidos en la región como los ‘mochacabezas’.

Con todo la parsimonia del caso, como a sabiendas de que nada les impediría su calculada carnicería, cazaron, torturaron y vejaron a sus 17 víctimas, quemaron 42 de las 60 viviendas, se robaron 1.200 reses y forzaron a 702 habitantes a salir huyendo para salvar la vida.

 

Por la fría sevicia de los verdugos que sometieron y humillaron a la población, y por la absoluta desprotección en la que la dejó la fuerza pública que en siete días nunca acudió en su ayuda, la masacre de El Aro queda en la memoria de los colombianos como una de las más crueles. Aun así, hoy, once años después sigue en gran parte impune.

 

Hubo tres sentencias, proferidas en un solo fallo del 22 de abril de 2002, por el Juzgado Segundo Penal del Circuito de Antioquia: contra Carlos Castaño Gil y Salvatore Mancuso Gómez, condenados a 40 años de prisión, como determinadores del homicidio agravado, desplazamiento forzado, y del hurto calificado y agravado en esos parajes montañosos de Ituango.

 

Carlos Castaño no cumplió la condena pues fue asesinado en abril de 2004. Y a Salvatore Mancuso, el gobierno colombiano lo extraditó en mayo de 2008 para que fuera juzgado primero por el delito de exportación de cocaína a Estados Unidos. La otra condena, a 33 años y cuatro meses de prisión, recayó sobre Francisco Enrique Villalba Hernández, conocido en las filas de las Accu como Cristian Barreto quien, movido por sus culpas, se entregó a la Fiscalía casi cuatro meses después de la masacre.

La justicia sólo abrió investigación penal a dos militares: al teniente del Ejército Everardo Bolaños Galindo, detenido hasta hace algunos meses en la cárcel de máxima seguridad de Cómbita (Boyacá), y al cabo primero Germán Alzate Cardona, conocido como ‘Rambo’, quien está prófugo. A ambos, la Procuraduría General los destituyó y sancionó disciplinariamente por haber “colaborado y facilitado”, con conocimiento de causa, la incursión paramilitar.

 

El 10 de agosto de 2001 la Procuraduría archivó la investigación disciplinaria contra el general Carlos Alberto Ospina Ovalle, comandante de la IV Brigada para la época, y luego hizo lo mismo en el proceso al que estaba vinculado el teniente coronel Germán Morantes Hernández, ex comandante del Batallón Girardot, con jurisdicción en el norte de Antioquia.

 

El primero de julio de 2006 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), de la OEA, condenó al Estado colombiano a pagar una indemnización cercana a 3.400 millones de pesos a favor de 123 familiares de las víctimas de El Aro. Le ordenó que les rindiera un homenaje público y le pidió que persiguiera a quienes tuvieron responsabilidad en los hechos y hoy siguen libres.

Para la CIDH, quedó demostrada la responsabilidad del Estado, por acción y omisión, en especial, en la violación “a los derechos a la vida, la integridad personal, la libertad, la propiedad privada y la circulación y residencia”.

 

El buen vecino está muerto

Liliana Amparo Areiza, de 31 años, una de las hijas del primer matrimonio del tendero Marco Aurelio, les dijo después a los investigadores de la Fiscalía que ella supo que los paramilitares iban para El Aro con malas intenciones, y desde Yarumal, donde vivía, lo llamó a advertirle. Pero él estaba confiado de que nada le pasaría.

 

“No voy a huir como un delincuente; todo lo he conseguido honradamente y trabajando”, dijo Liliana que le respondió su papá.

 

Antes de meterle cuchillo a Marco, los paramilitares obligaron a Rosa María, su mujer, a matar una res, prepararla y servírselas. Ella intentó convencerlos de su inocencia. Les rogó que se apiadaran de sus hijos, que lo escucharan antes. “Marco Aurelio nunca les negó que le vendía comida a la guerrilla –contó luego Rosa— pero les explicó que siempre fue bajo presión y amenazas”.

Si mataron al buen tendero, qué no le esperaba a la gente de El Aro.

 

En realidad no importaba si Marco era culpable o no. Su delito, y el de sus demás coterráneos, era vivir en un descanso de una falda del Nudo de Paramillo, un macizo de montaña, por donde los frentes 5,18 y 36 de las Farc, transitaban a sus anchas. Desde mediados de 1996, cuando se estaba gestando su proyecto de organización nacional que luego se conoció como Autodefensas Unidas de Colombia, los paramilitares juraron sacar a la guerrilla desus madrigueras, una de esas era precisamente el Nudo de Paramillo. Dominar el Nudo era tener un tránsito libre entre cinco departamentos y un conducto entre dos mares. No era sólo un objetivo contrainsurgente, también codiciaban los terrenos alejados para la siembra de coca y el corredor estratégico para sacar la cocaína y entrar las armas. El Aroera la puerta de entrada.

 

El mismo Carlos Castaño, quien luego se erigió como jefe visible de las Auc, lo reconoció públicamente, días después de la masacre: “Hace parte de nuestra estrategia. O la guerrilla sale de sus santuarios o vamos a entrar. Iremos al Nudo de Paramillo y a Tadó, donde hay reductos fuertes de la guerrilla. Si el Ejército no es capaz de entrar y acabar con esas repúblicas independientes; yo sí, y se los voy a demostrar.”

 

El expediente judicial, revela que la masacre se planificó días antes en una finca cerca de La Caucana, corregimiento de Tarazá, en el Bajo Cauca antioqueño, un bastión de las autodefensas. Varios testigos y el arrepentido Villalba Hernández dijeron que allí estuvieron Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, junto a varios militares, estudiando cada detalle de lo que sería el recorrido de muerte.

 

¿Quiénes eran los militares? La justicia todavía no lo dilucida. Villalba, el contrito paramilitar, pareció recordar los detalles sólo hasta diez años después. Dijo en 2007 que habían participado en la planeación de la masacre los altos mandos de la IV Brigada del Ejército. Y también dijo, sin pruebas y con algunas contradicciones, que en la misma hacienda estuvo el entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, “condecorándonos por el éxito de la operación”.

 

Antes de que ningún medio de comunicación publicara la versión de Villalba precisamente por lo dudosa, el presidente Álvaro Uribe salió a desmentirla: “Ese bandido dice que hasta agradecí a los paramilitares por esa masacre, porque liberaron a seis secuestrados, entre ellos a un primo mío y que Santiago, mi hermano, prestó 20 paramilitares para ese crimen“,

 

Ningún testimonio respalda, hasta ahora, lo dicho por Villalba con respecto al Presidente. Pero muchos sí dan cuenta de la reunión de planeación en finca de la que originalmente habló Villalba, y de la presencia allí de los jefes paras y de algunos militares.

 

Empieza la procesión

Después del plan trazado en la Caucana, empezó la ejecución. Los 150 hombres de las Accu empezaron su recorrido de la muerte en Puerto Valdivia, un caserío en la Troncal de Occidente, a orillas del río Cauca. El miércoles 22 los paramilitares, vestidos con trajes de fatiga y con fusiles AK-47 y Galil; subametralladoras y radios de comunicación, hicieron la primera estación: una finca de la vereda Puquí, al pie del río.

 

Preguntaron por la guerrilla, pero nadie dijo nada, hasta que un jefe separó del grupo al propietario, Omar de Jesús Ortiz Carmona (30 años) y a uno de sus trabajadores, Fabio Antonio Zuleta Zabala (54 años)”, narró un testigo, que los vio conversar un rato “hasta que la cosa se puso maluca”.

¿Qué hago con ellos?”, preguntó un subalterno. “Haga lo que quiera”, respondió el jefe. “No, mentira, mate esos perros…” Las necropsias practicadas después a los cadáveres revelaron que ambos sufrieron estallido del cráneo debido al impacto de los proyectiles de fusil.

 

Ese mismo día, otro grupo de unos 30 paramilitares llegó a la finca La Planta, de la vereda Remolino. Allí, mató al anciano Arnulfo Sánchez Álvarez, de 68 años. Pocos vieron qué pasó, pero Medicina Legal determinó que su muerte obedeció a “una lesión del tallo cerebral”, producto de un impacto de arma de largo alcance.

 

El jueves 23 de octubre, a las 6:30 de la mañana, las autodefensas entraron a una pequeña tienda de abarrotes, en la vereda Puerto Escondido, donde empieza la cuesta hacia El Aro.

 

Martha Cecilia, de 18 años contó que ella vio cuando llegaron uniformados y hablaron con su esposo, Omar Iván Gutiérrez, de 32 años. No la dejaron acompañarlo, sino que la obligaron a permanecer dentro de un cuarto con sus dos pequeñas hijas y unos familiares que estaban de visita. Luego vio que las explicaciones de Omar Iván enfurecían cada vez más a quien lo entrevistaba. Ella apretaba a sus hijas, sobre todo a la más chiquita de apenas 7 meses.

 

Como a las ocho sintió que alguien preparó el fusil y luego escuchó cuatro disparos. Lo dejaron tirado en el piso. “Lo que no se llevaron, lo dañaron, dizque porque era para la guerrilla” dijo después a los investigadores.

 

Camino al infierno

“A mi esposo también lo torturaron”, les dijo a los investigadores del CTI, María Esther, la compañera de José Darío Martínez, muerto en iguales circunstancias junto a Olquín Fail Díaz, de 26 años, y Otoniel de Jesús Tejada Jaramillo, de 40.

 

A los tres los retuvieron algunos momentos en la finca de Olquín Fail, en la vereda Organí. Ante el temor por las armas que les apuntaban, uno de ellos dijo, contradiciendo a los demás, que la guerrilla sí había pasado por allí, pero hacía ya varios meses. Allí les llegó la sentencia de muerte. Los disparos dispersaron a los demás campesinos.

 

Antes de llegar a El Aro, ese mismo 23 de octubre y luego de recorrer a pie un sendero en zig-zag por la montaña, los paramilitares entraron a la finca Mundo Nuevo. Un tiro de gracia recibió el agricultor Alberto Correa, quien les informó que no sabía nada de sus enemigos y que él veía pasar todos los días gente uniformada, como ellos.

 

En la retirada se encontraron con Wilmar de Jesús Restrepo Torres, un joven de 14 años. La respuesta del adolescente fue igual. Los paras lo obligaron a seguirlos hasta El Aro, pero cuando estaban a punto de entrar al pueblito, fueron emboscados por guerrilleros. Allí murió uno y uno, por cada bando.

“Al término del combate, el jefe de los paramilitares se enardeció con el muchacho porque no les dijo la verdad”. Lo mataron y dejaron su cuerpo sobre un camino de herradura, dijo Gustavo Palacio quien, para la época vivía en El Aro.

 

“Llevamos su cadáver en el lomo de una mula hasta Puerto Valdivia, para darle cristiana sepultura”, contó en el proceso judicial Miladis, su hermana. “Fue duro, era apenas un niño… su único pecado fue trabajar y ayudarles a sus papás…”

 

En El Aro

En El Aro sabía la gente que los paras venían. Y estaban más pendientes de ellos que de las elecciones para alcalde y concejo del domingo 26. Cuando los combates arreciaron en los alrededores del caserío arreció el miedo.

 

“Sentí disparos, gente correr de un lado para el otro… gritaban: ‘guerrilleros, malparidos, se van a morir todos’”; entonces, Gustavo se metió debajo la cama.

 

Las Accu llegaron a la una de la tarde del 25 de octubre de 1997, el día antes de que mataran a Marco Aurelio, el tender, y empezaron a sacar gente de las casas. “Cuando llegué ya habían matado a Guillermo Andrés (Mendoza Posso, de 21 años); Nelson de Jesús (Palacio Cárdenas, de 50), y Luis Modesto (Múnera Posada, de 60 años, este último funcionario de la Alcaldía de Ituango)”, dijo Gustavo.

 

“Me contaron que los sacaron de una cantina, la de Nelson de Jesús, y los arrastraron” hasta obligarlos a ponerse bocabajo frente al atrio de la iglesia. Allí, les dictaron la sentencia: ‘Vos te vas a morir por guerrillero’; ‘A vos también te damos por guerrillero hijueputa’ y, antes de disparar contra Luis Modesto, le preguntaron, con sorna, que qué hacía su hijo en las Farc.

 

Con las autodefensas patrullaba Gilberto Sánchez, un hombre de mediana edad, a quien apodaban ‘El Zorro’ y que meses antes habían visto en las filas insurgentes. “Pensé –recordó Gustavo- este tipo debe estar dándole dedo a todo el mundo para salvar su pellejo”.

 

La gente se reunió alrededor de los cadáveres. “Nos amenazaron con una lista negra y dijeron que si sabíamos algo de la guerrilla que dijéramos, que nada nos pasaría si obedecían sus órdenes”.

“El que aparezca en la lista, se muere como estos perros y, el que no, no tiene por qué preocuparse”, les anunció uno de los jefes paramilitares antes de permitir a varios lugareños enterrar a las personas asesinadas.

 

“Recuerdo que los metimos, a dos de ellos, en las bóvedas 32 y 33; del otro no recuerdo”, dijo Rodrigo, quien salió de El Aro el lunes siguiente.

 

Las pesadillas

“Degollé a una muchacha con un machete”, le dijo Villalba Hernández al fiscal al que le rindió la primera indagatoria, el 16 de febrero de 1998, tres días después de entregarse presionado por las pesadillas que no lo dejaban dormir y que repetían, una y otra vez, los gritos de sus víctimas. El cuerpo de la mujer jamás apareció.

 

El paramilitar, una de las personas que comandó la incursión, contó que era ducho en el arte de matar, desde su ingreso a las autodefensas, en el año 94, cuando lo contrataron como escolta de un jefe paramilitar de Sincelejo (Sucre), donde nació el 6 de mayo de 1972.

 

Adquirió la destreza en la finca El Tomate, en el Urabá antioqueño, con instructores como Carlos Mauricio García, conocido como Rodrigo Doble Cero, quien comandó el disidente y extinguido bloque Metro de las Autodefensas y quien fuera asesinado por sus antiguos compañeros el 28 de mayo de 2004 en Santa Marta.

 

A Villalba Hernández le enseñaron a manejar armas, pero sobre todo a matar y el entrenamiento lo cumplió con personas vivas que traían de otras regiones del departamento por sus supuestos nexos con la guerrilla. La idea era “degollarlas, quitarles un brazo o abrirlas”.

 

En la diligencia también confesó su participación en la masacre de Pichilín, corregimiento de Colozó (Sucre), el 4 de diciembre de 1996, cuando asesinaron a 17 personas en una incursión de las autodefensas.

 

Mató a los hermanos Manuel e Israel Vergara y, desde entonces, mató por encargo. Así lo hizo en noviembre de 1997 con dos labriegos de Toledo y, en diciembre de ese mismo año, con dos personas de Labores, corregimiento de Belmira (ambas localidades del Norte antioqueño), “a quienes les disparé con un revólver”.

 

Aparte de la condena por El Aro, Villaba Hernández recibió otra sentencia del Juzgado Segundo Penal del Circuito Especializado de Medellín, a 37 años de prisión, como coautor de un concurso de delitos, entre los que estaban los homicidios de Oscar Valderrama Cruz, Luis Alfonso Valderrama López y Alejandro Higuita Mesa.

 

Ellos aparecen entre las víctimas de una masacre de las autodefensas a las veredas La Balsita, Antesales, La Argelia y Buenavista, de Dabeiba, occidente antioqueño, ocurrida entre los días 22 y 30 de noviembre de 1997; es decir, casi un mes después del ataque en Ituango.

 

A El Aro, Villaba Hernández llegó como comandante de un grupo de 22 personas, que se encargó de la retaguardia, mientras adentro ‘Cobra’ y ‘Junior’, los dos principales jefes, ordenaban a sus hombres buscar a los supuestos guerrilleros que aparecían en la lista.

 

Antes de matar al tendero Marco Aurelio, le preguntaron por la guerrilla, que dónde tenía el radio, dónde escondía las armas, cómo se comunicaba con ellos. Revolcaron su tienda, dañaron todo, pero nada encontraron.

 

“Luego lo separaron del grupo y empezaron a insultarlo”. Gustavo vio cuando uno de los jefes se lo llevó para “el cementerio, donde lo torturaron. No quise ver el cadáver porque dijeron que quedó muy destrozado”.

 

Nadie acudió

Un funcionario de la Alcaldía de Ituango, quien ahora vive en Medellín y prefirió el anonimato, supo que uno de sus superiores, el secretario de Gobierno local, Alberto Calle Gallo (quien fue asesinado 11 años después de la masacre, el 14 de agosto de 2008 por un atentado con bomba en una cafetería de Ituango) se comunicó con El Aro el sábado 25, pero alguien en la otra línea le dijo que todo estaba bien, que llamara al día siguiente.

 

Repitió la llamada la noche del domingo, para averiguar por la jornada electoral y, antes de que le quitaran el teléfono, la recepcionista le alcanzó a informar de la muerte de cuatro personas, entre ellas las de Luis Modesto y la del tendero. “Le dijo que los paramilitares solo permitieron la votación durante dos horas, de dos a cuatro de la tarde, y que habían alcanzado a sufragar 19 personas”.

 

De inmediato, el funcionario pidió ayuda a la Gobernación, entonces encabezada porUribe Vélez. Le dijeron que iban a realizar una reunión secreta el miércoles 29 de octubre para analizar la situación de El Aro. Y llamó a la base militar del corregimiento Santa Rita y luego al Batallón Girardot, donde le respondieron que debido a la escasez de tropa, toda destinada al Plan Democracia, diseñado para la vigilancia del proceso electoral, el contingente más cercano demoraría tres días en llegar a pie. 

 

El teniente Carlos Emilio Gañán Sánchez, comandante de la Policía en Ituango, le dijo a la Fiscalía que poco pudo hacer para proteger a los habitantes de El Aro, pues tenía la orden de no enviar a ninguno de sus hombres a la zona rural, debido a la situación de orden público del momento.

 

Se enteró de lo sucedido por los informes de prensa y aceptó que tres o cuatro días después de las elecciones vio que un helicóptero artillado había sobrevolado la zona.

 

Mientras las autoridades se tomaban su tiempo para decidir qué hacer frente a los llamados de auxilio para que alguien corriera a socorrer a los pobladores del caserío, en El Aro los paramilitares seguían matando a gusto a los civiles, y combatiendo a la guerrilla en las afueras del pueblo.

 

Impotente ante la toma de su pueblo, el sacerdote Héctor Gallego repetía una y otra vez por un parlante que la gente de El Aro era gente de bien, humildes campesinos y que lejos estaban de tener algún vínculo con la guerrilla.

 

“El lunes hubo otro combate, por lo menos eso era lo que se escuchaba”, dijo Teresa quien se decidió por fin a regresar a su casa, luego de dos días de permanecer a la intemperie. “Entré de un empujón a mi niña que me decía desesperada que un helicóptero blanco volaba bajito”. Ella no lo vio, pero el ruido de las aspas y de los fusiles casi la ensordece.

 

Ese día, entre vigilia y rumores, la tensión crecía. Contaron que varios paramilitares tenían encerrada y torturaban en el salón anexo a la casa cural a Elvia Rosa Areiza Barrera, de unos 30 años, que le ayudaba al párroco en los quehaceres domésticos. Gustavo supo que la violaron, la ultrajaron y vio cuando la sacaron arrastrada por la calle. “La mataron y la dejaron tirada cerca del matadero”, donde días después sólo recogieron algunos huesos que dejaron los chulos.

 

Rosa Elvia no aparece registrada en el proceso judicial, porque su muerte no pudo comprobarse oficialmente, pero sí está entre las víctimas de la sentencia de la CIDH. “Estaba casada con Eligio Pérez Aguirre, con quien tenía cinco hijos: Ligia Lucía, Eligio de Jesús, Omar Daniel, Yamilse Eunice y Julio Eliver, todos de apellido Pérez Areiza. Sus padres eran Gabriel Ángel Areiza y Mercedes Rosa Barrera. Su familia se desplazó a otras ciudades por motivo de los hechos y regresaron tres años después a la región”, dice el fallo.

 

Comienza el éxodo

El lunes 27, los paramilitares dejaron salir a los primeros desplazados, pero de manera selectiva. Así lo hicieron durante martes y miércoles, tiempo que les sirvió para saquear las casas y dañar todo lo que encontraban.

 

El miércoles 29, los combates se alejaron. Fue entonces cuando, ante el asombro de los campesinos, un helicóptero negro artillado de los que usa la fuerza pública -según consta en el proceso judicial que compiló varios testimonios en ese sentido- aterrizó en El Aro, entregó munición a los paramilitares y sacó a un combatiente herido.

 

El jueves 30, reinaba la confusión y el pánico. Ninguna autoridad aparecía. Una mujer acusó a Dora Luz Areiza Barrera, de 21 años, de ser guerrillera. La apresaron de inmediato y le dijeron que su vida dependía de la información que les suministrara. “Se la llevaron para que les mostrara el campamento”, pero Gustavo no la vio regresar, “lo único que sabemos es que la encontraron después, como a dos horas del pueblo”.

 

Lo que apareció de su cuerpo, de la cintura para abajo, fue enterrado sin la presencia de autoridad alguna, hecho que, en parte, impidió también que fuera reconocida su muerte en los expedientes.

Para entonces, ya los paramilitares habían podido juntar 1.200 reses robadas de todas las fincas vecinas. Los primeros desplazados habían llegado a Puerto Valdivia, donde tuvieron otro inconveniente con algunos soldados que los obligaron a devolverse con el argumento de que pronto llegarían a El Aro a brindar seguridad.

 

Las autodefensas amenazaron de muerte a 17 campesinos y los obligaron a arrear el ganado hasta varias fincas del Bajo Cauca. Los mandaron delante de las reses, pues pensaban que el territorio estaba minado.

 

“Antes de irse y dejar ir a los demás, le prendieron candela a todo y, el resto, los colombianos lo vieron por la prensa y la televisión…”, recordó Teresa.

El ganado pasó por varias veredas y por la Troncal de Occidente pese a que, para la fecha, el Ejército y la Policía estaban enterados de lo sucedido.

 

Tres de las personas consultadas para este trabajo periodístico dijeron que nunca volvieron a ver sus vacas, a pesar de que tocaron muchas puertas y de las promesas de que se las devolverían una vez demostraran su propiedad.

 

“Miembros del Ejército tenían conocimiento del hurto y traslado del ganado e, incluso, impusieron un toque de queda a la población (Puerto Valdivia), cerrando los negocios comerciales nocturnos”… para evacuar las reses, por plena vía pública y sin testigos, de las cuales también se lucraron algunos, “pues dispusieron de unos semovientes para su consumo interno”, dijo el informe de la CIDH.

 

De acuerdo con la Comisión y el fallo judicial, el teniente Bolaños, con informaciones falsas suministradas a funcionarios de la Gobernación sobre el origen y el destino del ganado, habría facilitado el tránsito.

 

“El ganado provenía de fincas entre Puerto Valdivia y El Aro, las cuales quedaron sin ningún animal… Fue montado en camiones y trasladado a Caucasia”, dictaminó la CIDH. Villaba Hernández dijo que el destino final fue un predio de Salvatore Mancuso, ubicado entre Montería y Tierralta (Córdoba).

 

El ping pong

Lo que pasó después fue un debate mediático sobre las responsabilidades. Alterado, Carlos Castaño llamó a los medios de comunicación, negó las torturas y, frente a los homicidios, dijo que las personas muertas eran “guerrilleros vestidos de civiles”.

 

“Que se exhumen los cadáveres y, si alguno presenta señales de tortura, me comprometo personalmente, a poner a disposición de las autoridades a dos de los comandantes que supuestamente entraron en esa zona”, le dijo al diario El Colombiano.

 

Nunca lo hizo pero reconoció que Ituango y, en especial, el Nudo eran un objetivode las Accu. Una investigación de la Fiscalía determinó que la idea de llegar a la región empezó a cristalizarse el 11 de junio de 1996, en una finca del norte antioqueño, donde comerciantes y ganaderos, víctimas de las continuas extorsiones y amenazas de las Farc, ofrecieron 300 millones de pesos a las autodefensas como sostenimiento de su tropa para que frenaran a las Farc.

 

Técnicos del CTI documentaron que los paras, traídos de Urabá, se ubicaron en siete apartamentos de la zona urbana de Ituango y montaron tres campamentos en las veredas Los Galgos, Buenavista y Chambas.

 

El valiente abogado y concejal de Ituango, Jesús María Valle Jaramillo, denunció lo sucedido a todo pulmón; dijo que los paramilitares habían asesinado a 120 personas en su municipio y que habían contado con la tolerancia de las autoridades y mandos militares de la región.

 

Dijo que debido al accionar paramilitar y su aparente connivencia con la fuerza pública ocurrieron masacres como las de El Aro y La Granja (el 11 de julio de 1996, cuando murieron cinco personas).

A raíz de esas afirmaciones, el comandante de la IV Brigada, general Ospina Ovalle, lo denunció por injuria y calumnia, pero el entonces presidente del Comité de Derechos Humanos de Antioquia se sostuvo en sus aseveraciones.

 

“Los grupos paramilitares no podían cometer tantas tropelías, asesinar a tantas personas y sembrar el terror en mi pueblo si no fuese por el comportamiento connivente del Ejército y la Policía”, insistió.

Sicarios de la banda La Terraza, una organización criminal al servicio del narcotráfico y que le hacía algunos encargos a las autodefensas y, en especial, a Carlos Castaño, mataron a Valle en su oficina del centro de Medellín, la tarde del 27 de febrero de 1998.

 

El nuevo Aro

Muchos han regresado a sus casas en El Aro. Ahora tienen luz eléctrica. El Estado pagó la indemnización ordenada por la CIDH, pero la gente del caserío sigue a la espera del acto de desagravio y del monumento en honor a las víctimas.

 

“Pocas cosas han cambiado; es más, todo parece igual, porque inclusive la guerrilla volvió y la coca sigue siendo el sustento de muchos”, dijo Teresa que nunca volvió su pueblo. “La plata que me dieron no alcanza a cubrir el dolor ni la ausencia”.

 

Rosa María, la mujer del buen tendero Marco Aurelio, también sigue en duelo once años después. No sabe dónde están los verdugos de su marido. De él, sólo queda una tumba raída.