“Abrázame… esos hijueputas me mataron” (Semana)

      
En 1990 asesinaron a Bernardo Jaramillo, líder de la UP. León Valencia hace una remembranza del país de fin de siglo a través de una de las figuras más emblemáticas de la izquierda colombiana.
 
Bernardo Jaramillo, candidato de la UP asesinado por paramilitares. 

Aún hoy, después de casi dos décadas de la muerte de Bernardo Jaramillo, uno se estremece sintiendo la ternura y la rabia que encierra esta frase. Está en la memoria de Mariela Barragán, su compañera, que la cuenta como si no hubiera pasado el tiempo, como si viviera ese momento del 22 de marzo de 1990, en el aeropuerto El Dorado de Bogotá. Como si el eco de los disparos que derrumbaron a Bernardo no se hubiera ido nunca. La cuenta y uno lo puede ver a él, en los ojos de Mariela, en el suelo, implorando amor y denostando a los asesinos.

Lo ve a él, a través de unos ojos y a través del amor, lo ve detrás de una frase tan terrible como tierna, pero ve también la desoladora realidad de un país donde siempre ha habido hijueputas que se atreven al magnicidio.

Bernardo Jaramillo fue, quizás, eso que dicen los franceses: un enfant terrible. Un enfant terrible de la izquierda colombiana. Contra todo pronóstico. Porque nació y vivió su infancia, su adolescencia y su primera juventud en Manizales, una de las ciudades más pacatas y conservadoras del país. Porque hizo toda su vida política en el Partido Comunista Colombiano que tiene muy pocos émulos en el mundo en resistencia al cambio, en hibernación del pensamiento.

Quizás no se sepa nunca el misterio que impulsó a Bernardo Jaramillo a ir contra la corriente en una ciudad congelada en el siglo XIX y en un partido aherrojado por la posguerra fría. En medio de anacronismos tales emergió un hombre tan crítico como desafiante, un ser en la más empecinada fuga hacia delante.

Corría y corría, porque sentía a la muerte tocando sus talones, pero también porque sentía la urgencia de cambiar ideas tatuadas con hierro caliente en la faz de una izquierda que sacrificaba la convocatoria de la ciudadanía al ejercicio de una beligerancia armada.

Corrió a condenar la política de “combinación de todas las formas de lucha” que propugnaba el Partido Comunista buscando que su voz llegara al oído agudo de ‘Manuel Marulanda Vélez’ y las Farc se decidieran por fin a soltar las armaspara ingresar a la vida democrática. Lo hizo a finales de los años 80, cuando aún no había caído el muro de Berlín y la rebeldía guerrillera gozaba de cierta aureola. Lo dijo en medio del tendal de muertos que la guerra sucia le infringía a su partido, a la Unión Patriótica, que había tenido la osadía de designarlo candidato presidencial cuando apenas contaba con un poco más de 30 años.

Corrió a proponer la afiliación de la Unión Patriótica a la Internacional Socialista y logró que la mayoría de la dirección de este agrupamiento aprobara esa decisión. A la luz de hoy esta posición no parece tener un mérito mayor, pero ha pasado mucha agua en el ancho río de la política y es forzoso recordar que aquel movimiento -la UP- tenía como eje central al Partido Comunista y a las Farc, que estaban lejos de atribuir alguna legitimidad revolucionaria al socialismo de la Europa Occidental.

En estas dos actitudes se cifra lo que perdió Colombia con el asesinato de Bernardo Jaramillo. Perdió la oportunidad de que, 15 años atrás, florecieran organizaciones como el Polo Democrático Independiente, que ahora, desde la concertación y la moderación, busca un espacio cierto en la política, para contribuir a la construcción de una democracia pluralista.

Quizá sea vano hablar de lo que hubiese podido ocurrir si la mano artera de la intransigencia colombiana no hubiera segado la vida de Bernardo y de cientos de dirigentes que como él empezaron a abrir los ojos en un país enceguecido por los odios heredados de las batallas incontables del pasado.

Podemos imaginar otro pasado. En las tardes sigilosas de los campamentos guerrilleros, adecuados de cuando en cuando para ilusorias negociaciones de paz, muchos colombianos se han acercado a preguntarles a los líderes de las Farc por las razones de su radicalización, por los motivos que alientan la ferocidad de su lucha. No hay quien no invoque el genocidio de la Unión Patriótica como la causa más inmediata de la confrontación sin tregua que adelantan contra el Estado. Se saben la cifra: más de 3.000 muertos, repiten sin cesar.

No falta quien diga que el discurso de las Farc es un pretexto para cubrir sus crímenes de hoy. Quizás tenga mucha razón quien así piensa. Pero no es menos pretexto el que se arguye ahora para justificar aquellas muertes. Se dice que la agresión se hizo porque no era aceptable que las Farc pudiesen a la vez hacer política pública y mantener un aparato armado. Se olvidan que el Estado, en cabeza del presidente Belisario Betancur, había aceptado esta regla al firmar una tregua con aquella guerrilla y posibilitar la presencia de líderes insurgentes en el escenario legal. Podemos decir que fue ingenuo o perverso, pero la ingenuidad o la perversidad cobija por igual a las partes.

Podemos imaginar un pasado en el cual el Establecimiento colombiano hubiese tenido una excepcional generosidad. Un pasado en el cual no se hubieran coaligado algunos dirigentes políticos, con sectores de las Fuerzas Armadas, con paramilitares y con narcotraficantes para adelantar esa matanza. Imaginar también la realización de la reforma agraria y la apertura democrática negociada que pedían las Farc en aquel entonces. Soñar en que, por estas razones, el Partido Comunista se hubiese visto obligado a declinar la “combinación de todas las formas de lucha” y las Farc, a deponer las armas para unirse a otras fuerzas subversivas que caminaron hacia la legalidad. En este caso hipotético no es impensable que los partidos Liberal y Conservador habrían perdido espacios valiosos, habrían sacrificado parte de su poder. Pero el país estaría mejor.

Bernardo Jaramillo fue capaz de sobreponerse al dolor de sus amigos muertos, al asedio de sus compañeros de militancia embebidos como estaban en la alienación de las armas, para proponer un desenlace distinto de la década de los 80 en Colombia. Él quería construir la segunda posibilidad de pasado que he pintado desde la imaginación febril con que he escrito estas páginas. Díganme amigos lectores si no fue valiente y osado y soñador, si no fue irreverente y visionario, este comunista atípico que propuso la humillación de las armas para que emergiera por fin del orgullo de la civilidad.

La Colombia de los años 90 y la de principios del siglo XXI ha pagado con creces la falta de generosidad de unos y de otros. La maldición de todos los dioses se derramó sobre este territorio sin piedad alguna. De nada valieron las reformas que atrajo consigo la Constitución de 1991, de nada valió el acuerdo de paz que firmaron ocho grupos guerrilleros. El terrorismo del narcotráfico, la activación implacable de las guerrillas que se negaron a firmar el pacto de reconciliación, el desmesurado crecimiento del cruel paramilitarismo y la indolencia de un Estado incapaz de la paz multiplicaron las muertes y el dolor.

Bien valdría la pena que en la conmemoración del 15 aniversario de la muerte de Bernardo Jaramillo muchos colombianos nos pasáramos por su tumba y también por las de Carlos Pizarro, Luis Carlos Galán y Pardo Leal, para jurar, en la intimidad, que lucharemos hasta el cansancio por conquistar la generosidad de las partes en conflicto y buscar el fin de la violencia política y la reconciliación de los colombianos. Sería una protesta silenciosa contra los hijueputas que denunció Bernardo en el instante en que la muerte se lo llevó del lado de Mariela, de sus hijos y del país.

Publicado en SEMANA, 03/13/05