Carrera de obstáculos

      
La ley de víctimas enfrenta varios peligros. Las mafias acechan, falta reglamentar varios artículos y se crearán instituciones nuevas para ponerla en marcha. Solo una sociedad movilizada podrá hacerla realidad.
Los problemas no están tanto en los artículos de la ley como en el
contexto de violencia y corrupción en que se aplicará. / Foto archivo Semana

Se calcula que la ley de víctimas reparará a cuatro millones de personas, restituirá seis millones de hectáreas de tierra y sus costos de implementación durante una década llegarán posiblemente a los 20 billones de pesos. Las cifras revelan el tamaño del desafío del Estado y de la sociedad colombiana en estos años, y también la cantidad de intereses que hay en juego.

Solo haber aprobado la ley ya es un avance innegable, y aunque tiene limitaciones, su peor peligro no está en cómo quedó su articulado, sino en que llevarla a la realidad provoque una gran frustración. Si se observa la experiencia internacional (ver artículo), la mayoría de los países han reparado a las víctimas después no solo del fin de la guerra, sino de transiciones políticas que, en sí mismas, han sido reparadoras, como en los casos del Cono Sur o Sudáfrica. En Colombia, en cambio, los territorios donde más urge la aplicación de la ley no han logrado liberarse de los tentáculos de la parapolítica. En Magdalena, Antioquia, Sucre, los Llanos Orientales y Córdoba, donde hubo las peores violaciones, el panorama electoral para octubre revela que poco ha cambiado después de que los grandes caciques regionales han sido enjuiciados.

La Corte Suprema de Justicia ha venido señalando en sus sentencias que algunos políticos fueron un soporte importante de los aparatos armados de poder que despojaron, mataron y desaparecieron a miles; que fueron sus cómplices y titiriteros de los testaferros. Y ahora resulta que estas mismas castas políticas tendrán la responsabilidad de convertir en realidad la ley, a través de las instituciones regionales. Hay algunas ciudades, como Bogotá o Medellín, que tienen programas ejemplares en atención a víctimas, pero hay municipios donde el panorama es desolador.

Por eso el gobierno nacional tendrá que proteger de la politiquería a la nueva institucionalidad que se crea para la reparación y conseguir que sea eficaz y transparente. Será un reto considerable porque hasta en el nivel nacional -basta ver el caso del Incoder, el Ministerio de Protección y en DNE- hay mafias de corrupción que han desviado los programas de gobierno de sus objetivos. Hay que mirarse en el espejo de la ley de los desplazados, cuyos cuellos de botella terminaron en una avalancha de tutelas. Y solo cuando la Corte Constitucional dictó su famosa sentencia T-025, que obliga al gobierno a cumplir sus compromisos, este comenzó a actuar con alguna celeridad y aprobó recursos considerables. También es un ejemplo la estrategia oficial de consolidación en zonas donde la guerrilla dominaba, pues, más allá de los militares, no ha podido llegar el Estado.

De esta debilidad institucional local se deriva el mayor peligro para la ley: que la violencia la ponga en jaque. Es precisamente en las regiones en las que más urge la reparación y más reclamaciones hay por la tierra donde han sido asesinadas el mayor número de víctimas. Es evidente que la seguridad y la protección de los despojados, de sus líderes y de los funcionarios que cumplirán la tarea son otro desafío enorme. Solo en Urabá, donde paramilitares, narcotraficantes e incluso empresarios aparentemente legales han hecho claramente despojo, ha habido más de treinta homicidios por esta causa. Capturar a quienes aprietan el gatillo no ha servido para dar con las estructuras que realmente hay detrás de esta campaña de muerte. Si estos crímenes se mantienen en la impunidad, la restitución se puede volver detonante de nuevas violencias en zonas donde el crimen organizado se ha salido de madre. “Lamentamos que no se haya aprobado el concepto de zonas espurias, que permitía focalizar el esfuerzo donde la violencia fue generalizada”, dice Gerardo Vega, abogado de las víctimas de Urabá. Pero justo la exclusión de ese artículo tranquiliza a José Félix Lafaurie, de Fedegán, quien considera que se quería estigmatizar las regiones de ganaderos.

Algunas normas consignadas en la ley que serán objeto de conciliación entre Cámara y Senado pueden también dejarla desvalida. Es el caso de los contratos de uso, una figura incluida a último momento, que abre la puerta para que se mantenga el statu quo del despojo en zonas donde están funcionando proyectos agroindustriales. Según esta figura, la víctima puede firmar un contrato con quien tenga la tierra actualmente, si es que demuestra ser un tenedor de buena fe. En Montes de María, por ejemplo, empresarios legales compraron masivamente y a precios muy bajos tierras a campesinos que las habían abandonado presionados por la violencia. Muchas de estas parcelas, fruto de reformas agrarias anteriores, hoy se agrupan en grandes extensiones de cultivos. Los contratos de uso legalizarían de facto esta situación y podrían desvirtuar el objetivo de la ley.

El otro punto controvertido son los acuerdos de transacción que también incluyó el gobierno en la fase final. Aunque la gente reciba una indemnización por vía administrativa, conserva el derecho a demandar al Estado ante el contencioso, por eso la fórmula que le ofrece la ley es una especie de conciliación para que reciba una suma mayor de indemnización, pero renuncie a su derecho de demanda. Para Gustavo Gallón, de la Comisión Colombiana de Juristas, los topes máximos de reparación son injustos e ínfimos. “Por un homicidio, un grupo familiar, que puede ser de cinco personas, recibirá máximo 20 millones de pesos, diferidos en diez años. En la práctica la gente se va a sentir frustrada”, y si los acuerdos de transacción se imponen, entonces la reparación no será suficiente, dice.

No obstante, la reparación administrativa que contempla la ley no afecta para nada el derecho a las indemnizaciones que ordenen los jueces de Justicia y Paz que les corresponden a los victimarios.

En un contexto de pobreza y desigualdad como el colombiano, tampoco una ley como esta se escapa de ser fuente de inequidad. Ya en algunos incidentes de reparación, como el que se realizó en Mampuján, Bolívar, algunas personas expresaron espontáneamente que eran de malas porque no les asesinaron a ningún familiar y, por lo tanto, recibirán menos reparación que sus familiares. Hay por eso una inmensa tarea educativa, de ética y de cultura política por hacer. La reparación tanto individual como colectiva no puede terminar siendo vista como un programa más que otorga bienes y servicios a las comunidades. Tampoco puede ser un incentivo perverso para que las víctimas nunca quieran dejar de serlo. No se puede reparar lo irreparable, pero la ley debería servir para que el campesino vuelva a ser campesino y no se quede eternamente en la categoría de desplazado, y la víctima se considere más como un sobreviviente, un digno resistente, que como un desposeído.

Se requiere, además, un mecanismo eficiente que blinde del fraude al registro oficial de víctimas, pero que a la vez impida excluir injustamente. En el actual registro se ha rechazado el 30 por ciento de las solicitudes de reparación por vía administrativa. Y se han cometido injusticias, pues la decisión depende del criterio de funcionarios que no siempre tienen todo el contexto del conflicto armado en la cabeza. Por eso, señala Mercedes Ossa, directora del Programa de Atención a Víctimas de Medellín, será clave la coordinación de Acción Social con las alcaldías, algo que en el caso de los desplazados ha fallado bastante.

Otra preocupación es que la ley termine discriminando a las víctimas. Si bien el reconocimiento del conflicto armado es importante porque le da nitidez conceptual a la ley, en el mundo real las fronteras entre crimen organizado, delincuencia común y conflicto armado son difusas. Es el ejemplo de Medellín o de Córdoba, donde hay bandas residuales de la desmovilización paramilitar, y también nuevas.

Todos estos problemas requerirán reglamentación clara y un batallón de funcionarios con experiencia y amplitud para entender la nueva realidad jurídica y aplicarla con sensatez, a sabiendas de que es una ley transicional y para realidades excepcionales. Y el esfuerzo para sacar adelante la ley no termina con los acuerdos políticos que con filigrana tejieron Congreso y gobierno. Ahora hay que llenarla de contenido. Volverla una realidad exige que se concite la voluntad y la movilización de toda la sociedad. Es una oportunidad de oro. Si se hace bien, Colombia estaría cicatrizando heridas muy profundas. Si sale mal, les estaría echando más leña a los conflictos presentes y alimentando los del futuro.

Por Revista Semana