“A partir de la masacre todo cambió”

      

El siguiente testimonio fue dado por  Zulma Teresa Martínez, una mujer habitante del casco urbano de La Gabarra que permaneció en el corregimiento durante la presencia paramilitar en la región.








En el Catatumbo se estima que fueron asesinadas más de 20 mil personas. Foto Semana
Nunca se desplazó. En la actualidad sigue allí buscando que se haga justicia, que se sepa en el país la verdad de lo que vivieron ella y miles de personas en el Catatumbo, que logren recuperar los cuerpos de sus familiares víctimas y que puedan vivir en paz. “Antes de venir a La Gabarra, por los años 70, viví en Río de Oro, un municipio próspero donde la gente era como una gran familia. La mayor parte vivía en el campo, en grandes fincas y grandes casas, y cultivaba en abundancia cacao, plátano, sorgo, arroz. Era una región muy próspera, había ganado y mucho comercio, comercio sano, porque en esa época no había ladrones, la gente era honesta y nadie era enemigo de nadie, se vivía muy bueno.


Además, la frontera era para todo el mundo.  Recuerdo con claridad esas canoas que bajaban llenas de ganado, de plátano, otras llenas de gente y no había conflictos ni problemas, la gente manejaba sus negocios a manera de trueque y tenía cómo trabajar y sobrevivir. Para ese entonces, no se oía hablar de actores armados ni de muertos ni de desaparecidos. La primera vez que supe de algo ilegal fue cuando la gente hablaba de que en algunas partes se estaba cultivando la marihuana y la coca peruana. Parece que allí comenzaron a aparecer las guerrillas pero yo no conocía de eso hasta que fuimos conociendo más de cerca a esos hombres a los que la gente se refería como ‘los compañeros’, pero yo no sabía qué clase de compañeros eran.  


Recuerdo que llegaban y lo saludaban a uno como ‘compañero’ o ‘compañera’, llegaban a las casas y nos saludaban, nos hablaban con confianza e incluso nos pedían prestadas las casas para hacer sus reuniones. En la mía estuvieron dos veces y no volvieron más, yo creo que no les gustó porque siempre los vi como extraños pues para mí era difícil confiar en esas personas, porque soy madre soltera y saqué adelante a mis hijos sola y ver que podían entrar en confianza con gente desconocida, me producía temor.


Yo cuidaba a mis hijos de las ‘compincherías’ y los chismes, les decía que cuidadito se van a juntar con esa parranda de tontos ‘cabeciamarrados’, así les decía yo porque usaban pañoletas en la cabeza, y no me cuadraban, por eso, si me pedían tinto yo les daba aguacaliente. En el año 81 decidí irme. No tenía mucho que perder pues vivíamos en una casita que habíamos hecho de tabla y con techo de Zinc, vivíamos de lo que yo ganaba haciendo costuritas baratas por ahí, apenas para darle a los muchachos el desayuno y la comida pero nada más.


Así que me vine con los trapos debajo del brazo y los cinco hijos. Cuando me estabilice, ya había caserío, ya habían fundado el barrio 11 de Noviembre Alto y estaban fundando el barrio 11 de Noviembre Bajo. Pero eran casitas de mala muerte, casitas que no tenían mucho valor, inclusive había unas hechas solo de tabla y hasta de carpas de camión. Pero la gente de La Gabarra vivía más o menos bien. Casi todo el mundo tenía finca y a medida que se fue poblando el lugar ponían su tienda, su restaurante, su peluquería y así se fueron haciendo importantes estos barrios. Yo decidí capacitarme entonces para madre comunitaria y así estuve cuatro años hasta que me enfermé.


Era duro. Tenía que rebuscarme para atender quince niños además de los míos y con la enfermedad tuve que vender el ranchito y me costaba mucho trabajar. Gracias a Dios mis hijos ya estaban creciendo y algunos estudiando, y así salimos adelante. En el año 91 uno de mis hijos que estaba estudiando en Tibú decidió regresar pues no estaba contento con lo que aprendía y quería trabajar. Ya tenía 16 años y decidió irse a raspar coca. En ese entonces el mayor ya estaba en el monte. Se internaban dos o tres meses y cuando volvían traían mercado, maíz, naranjas, plátano, gallina y descansaban dos días en un cuarto que tenían arrendado y luego se volvían a ir.


Yo no sabía mucho de ellos, era poco lo que contaban. Por una compañera mía de trabajo, supe que a uno de ellos le estaban dando clases dizque de tiro al blanco, pero él lo negaba tal vez para que yo no me preocupara.  Uno de mis hijos resultó muerto en esa época pero no supe bien las circunstancias y tampoco lo vi. Lo único que supe fue que donde él estaba, el Ejército había atacado por aire a la guerrilla y en uno de esos bombardeos cayó mi muchacho en la finca La India. La gente decía que su cuerpo lo habían dejado en los atrios de la Iglesia de Monseñor Luis Madrid que fue profesor suyo en Tibú y lo ayudó al igual que a otros a conseguir media beca en el colegio. Pero no lo pude enterrar. Iba a cumplir los 19 años pero ni siquiera alcanzó a sacar la cédula.


Fue muy doloroso para mí. La llegada de los paras: En un principio no se oía hablar mucho de asesinatos o cosas así. Solo se sabía que la guerrilla tenía el control de la zona y se oía que tuviéramos mucho cuidado porque en las noches había vigilancia. Eso sí más lejos uno se enteraba que había muchachos por ahí ‘gaminiando’ o robando y amanecían muertos. Luego se supo que comenzaban a matar personas con lista. Amanecían muertos y con un letrero en el pecho: ‘a este lo mataron por violador’, ‘a este lo mataron porque se robó una vaca’, ‘a este lo mataron porque lo encontraron robando gallinas’. No se sabe si era verdad pero fue una especie de limpieza social. Después entraron los paramilitares.


Antes de las masacres más terribles habían hablado de algunos muertos por ahí en veredas, uno o dos de vez en cuando. Pero ya en 1999, al comienzo del año, empezaron a desaparecer personas. Recuerdo a un enfermero llamado José que era de aquí pero estaba en alguna vereda cuando lo desaparecieron. También comenzaron a desaparecer a los bogas, luego a matar a los ‘peseros’ supuestamente porque llevaban guerrilleros o le transportaban ganado a la guerrilla. Ahí fue cuando se supo con claridad que los que estaban cometiendo los crímenes eran los paramilitares. Al principio llegaron como infiltrados. Llegaba mucha gente a La Gabarra, vendedores ambulantes sobre todo. Uno de ellos me vendió una plancha a cuotas muy baratas y luego supe que lo habían matado en La Cuatro.


Después comenzaron a entrar patrones, señores que llegaban con harta plata comprando fincas. En 1999 ya fueron frecuentes las muertes y las masacres. La gente comentaba que quemaban ranchos, que se llevaban muchachas, que desaparecían personas. Pero yo prefería no preguntar. Yo sabía que estábamos en medio de dos candelas y por eso me sentía cohibida porque estaba sola y no tenía una sola persona que me respaldara. El día de la masacre:  El día de la masacre grande fue muy duro, lo recuerdo bien.


Yo venía de Bogotá un domingo y la masacre había sido esa madrugada. Veníamos en el carro y en la carretera comenzamos a encontrar dos o tres cuerpos tirados por ahí y tapados con hojas. La gente decía: ‘¡Ay, no puede ser’!, ¿qué pasó?’. Llegamos a un sitio que se llama ‘Pategallina’, adelantico de Tibú y encontramos siete. El carro paró ahí y la gente se iba a bajar. No era un retén, sólo se veían los vivientes de las casitas y los cuerpos tirados en los andenes. Me acuerdo del cuerpo de una muchacha en pantaloneta que me causó un dolor muy feo, sentía como si fuera mi familia la que estaba tirada ahí en el piso reventándose ya al sol; un señor; otro más viejo; otro más joven; otro más jovencito; como de 13 y 18 años eran los cuerpos. El más viejo tendría por ahí unos 30 años.


La gente murmuraba y yo sentía mucha consternación y no quise preguntar nada. Solo le comenté a un muchacho que estaba al lado mío que si eso era ahí como sería en La Gabarra. Él me preguntó si yo vivía ahí y le contesté que sí. El dijo que tranquila, que allá no pasaba nada. Y yo le contesté que yo sí sentía mucho miedo de lo que estuviera pasando en La Gabarra. Menos mal no tenía aquí a ninguno de mis hijos; el único estaba al lado mío viendo todo eso. 


Cuando llegamos a Tibú una señora comenzó a gritar: ‘¡Mi marido! ¡Mi marido! ¿Por qué? ¿Por qué?’. Y todo el mundo se bajó a mirarlo. En eso llegó un señor encapuchado y con los ojos tapados: ‘¡Quieta! Nadie se mueva, ¿quieren seguir viviendo?  ¡Súbanse al carro y se van!’. Eso fue en La Cuatro donde estaban los paramilitares. Inclusive había unos con pasamontañas, con la cara tapada y gafas oscuras, cachuchas o ponchos en la cabeza. Nadie sabía qué era lo que estaba sucediendo pero yo miedo sí tenía, y cuando llegamos aquí fue terrible. Empiezo yo a ver ese poco de cuerpos uno pegadito al otro. Una señora llorando decía: ‘Nos acabaron, nos acabaron’.


Preguntamos cuántos había y la gente decía que 48, además de los que ya habían levantado y estaban en las casas.  Me acuerdo de unos hermanos de apellido Quintero y muchas mujeres. Mucha gente desaparecida. Fue mucha  gente la que embarcó en canoas y bajaban hasta por aquí a cierta parte donde llaman El Arenal y allí los atajaban.


A las mujeres fue a las que más recogieron; mujeres embarazadas, inclusive. Una de ellas dio a luz en un rancho de ellos.  La gente de verdad estaba muy asustada. Los pobladores del pueblo y los campesinos decidieron salir, irse de ahí por temor a que los mataran. Muchos comenzaron a irse para Venezuela, donde consiguieron albergue, más atrasito del Cruce, pero como eran colombianos, de allá los echaron para Cúcuta y los metieron en el Coliseo.


Allá pusieron colchonetas y vivieron por un tiempo. A partir de ese entonces todo  fue diferente en la región: A partir de esa masacre todo cambió. Se sentía uno completamente cohibido y con miedo. Nadie sabía con quién trataba y a las personas conocidas uno ya no las veía, unas se habían ido para el ‘cementerio’ y otras para Cúcuta o para Venezuela. Quedaron muy pocas familias aquí, muchas casas quedaron completamente vacías y los de las AUC entraban y sacaban los colchones y los botaban a la calle o al patio.


La gente contaba que esa noche dizque hacían tiros desde la Peña y de allá mandaron las bengalas; que entraban a los negocios y trataban a la gente como perros, los sacaban y los tiraban al piso, les ponían los pies encima y decían: ‘El que se mueva, se muere’. Se sacaron trago y todo lo que ellos quisieron, formaban griterías y todo el mundo callado y quieto y cuando ya querían dejaban levantar a los que estaban en el suelo. El caso es que para ese día hubo 48, otros dicen que fueron 52. En todo caso yo vi muchos muertos. Los paramilitares reunían a la gente que quedaba, los montaban en carros y se iban. A algunos los soltaban por ahí en la carretera pero se llevaron mucha gente, muchas mujeres, muchachas, la gente dice que para el servicio de ellos.  


Un día mi nuera llegó llorando a mi casa y me dijo: ‘Ay suegrita, yo quiero morirme, usted no sabe dónde me llevaron’. La habían llevado a donde torturaban hombres y mujeres, les arrancaban las uñas y pedían un deseo; les machucaban los dedos, pedían un deseo y así hasta que quedaban inertes. Ella pudo ver seis y dos más que tenían crucificados. Llorando me contaba que la llevaban para que viera eso y si no le gustaba, le quitaban el bar que ella administraba. El problema fue que ella como estaba sola, sin marido, le comió carreta a uno de ellos y le aceptó por ahí las idas y venidas y el tipo la maltrataba, la golpeaba. Terminó viviendo con él pero no por gusto sino obligada.


Y así muchos casos, muchísimos. Se oía de muchachas que se llevaban; las abusaban, pasara lo que pasara, y los que terminaban de hacer lo que querían con ellas las llevaban para cierta parte y las mataban. Aquí por carretera hay un punto como una especie de villa muy alta donde las empujaban al vacío. Muchas adolescentes  se dejaban deslumbrar por la plata y el uniforme de soldado y aceptaban creyendo que era negocio y caían en manos de ellos sin saber lo que les iba a pasar. En el Cañaguate hay una casa que nadie habita porque al parecer allí enterraban muchachas, ahí hay una fosa. Yo lo supe porque una señora me lo contó y supe que mi nuera fue hasta allá y conoció. Los ‘paracos’ se metían al bar de mi nuera a tomar licor muy seguido y poco después comenzaron a cobrarle dos millones de pesos y más adelante, como a los tres meses, le subieron la cuota a 16 millones y ella viendo que no podía pagar tuvo que abandonar la casa porque le tocó pedirle ayuda a un policía, pero perdió todo y nosotros vivíamos en parte de eso, de lo que se vendía en el bar.  


Después hubo otra gran masacre, la de los 38, en un sitio que llaman La Calavera, porque ahí habían matado más de 80 personas que quedaron ahí porque no dejaron mover a nadie; los cuerpos quedaron en ese lugar y dice la gente que se consiguen calaveras todavía. Por esos terrenos  hay una finca donde al marido de la cocinera lo pusieron a hacer una fosa para enterrar tres que habían quedado ahí y cuando la hizo lo mataron y lo metieron también. luego siguieron matando más gente ‘graneadita’, a un ‘pesero’, a unos de una finca río abajo y a un grupo de muchachos que venían de una finca. A estas personas las  mataron y las echaron en unas bolsas río abajo. 


Se apoderaron de las fincas, de eso que llaman Barrancas, San Martín, Caño Guadua, San Miguel, esas fincas grandes, de grandes personajes que tenían cultivos. En Barrancas había casi un pueblo ya, allá se encontraban ventas de cerveza, billares, tiendas y hasta un hotel; había incluso gente que se quedaba ahí. Donde estaban todas las cocinas viejas montaron grandes cocinas para ellos y también para negocio. La gente que venía del campo tenía que desayunar o almorzar ahí y le sacaban la cuota semanalmente de acuerdo a la plata que tuviera. Si alguno traía 500 mil, de una vez le bajaban 200 mil. 


El gran interés de esa gente era la coca porque los cultivos eran muy avanzados y en fincas grandes de donde sacaban el ganado, obligando a la gente a entregar la tierra o a venderla. ‘Esta finca se la voy a comprar a usted en tanto y si no quiere así, usted verá como se las arregla, si usted no me vende esa finca, desaparece’ y así la gente anochecía pero no amanecía como le pasó a un conocido con su familia y sus obreros: echaron por delante el ganado, las mulas que tenían y se las llevaron. ¿Qué más podía hacer la gente sino arrancar con la camisa que llevaban puesta y agarrar por la montaña? Perdieron una finca inmensa, donde se veía ganado, gallinas, cerdos, frutales, yuca, plátano, borojó. Todas esas fincas las agarraron ellos, acabaron con todo lo que había. Pero también creo que entraron por otras riquezas porque aquí en el Catatumbo había minas y ellos también perseguían eso.


Traían gente de afuera a trabajar y eso lo permitió el Estado porque detrás de eso hay mucha riqueza.  El Estado permitió muchas cosas. Inclusive, aquí había militares pero perdieron fuerza, decían que los paramilitares los habían agarrado desprevenidos pero todos sabíamos que ellos habían anunciado su llegada poco a poco, con los paros, con la prohibición de las fiestas, la verdad es que sí se sabía que iban a llegar. El caso es que nunca se oyó que la Policía o los militares los enfrentaran. La verdad es que nadie protegió a lapoblación.


Yo me quedé aquí después de todo, pensando que el que nada debe, nada teme y mal que bien tengo el ranchito que me dejó mi hijo y no quise abandonarlo, a pesar de que viví cosas muy horribles. Yo nací en Piedecuesta, Santander del sur, pero me quedé en el Catatumbo donde he pasado la mayor parte de mi vida. En esta región fui testigo de  cosas que nunca pensé conocer, cosas que creo que es necesario contar,  porque son cosas que hacen parte de la historia de este país y que allá en las grandes ciudades la gente no alcanza a imaginar. Por el dinero o por el poder, la vida de campesinos se convirtió en una vida de miedo.  Es una historia que duele recordar pero con esto uno le puede mostrar al mundo la injusticia que hemos vivido nosotros, los de esta región, que ha sido tildada como una ‘zona roja’, aunque ese calificativo no alcanza a mostrar la tragedia que por años padecimos y que llevamos a cuestas hasta que Dios decida llevarnos con él. El es el único que puede perdonar tanta maldad. Yo no he podido y creo que tampoco podré”.